Por Agustín García Aguado, finalista de la VII edición Madrid Sky con el relato La oscuridad de los peces de coral.
YO DORMÍ CON ONETTI
El jovenzano saltó como un sapo de charca del “Azul” de Rubén Darío a “La vida breve” de Onetti, y en ese brinco sideral perdió la inocencia y los pertrechos de poeta enamorado de una niña de ojos multidisciplinares. Todas las mañanas salía de la casa de veraneo en Alcalá de la Selva, en la sierra de Gúdar, con una cantimplora de explorador y un libro de bolsillo en las manos. A la sombra de un pino moro descubrió Santa María, el universo mágico por donde transitaban la Gorda y la Queca como muñecas de plexiglás, y conoció a Brausen, y supo que el infierno era un lugar cálido y habitable donde la prosa del maestro uruguayo se vestía de domingo para lucirse en los callejones de la memoria. La memoria de Onetti, un mundo transitado por cadáveres vivitos y coleando que escurrían sus almas como paños húmedos sobre un lavadero. La memoria de los perdedores, el sueño trascendido de quien se mece en la dulce quietud de los fantasmas que acuchillan con el filo de las palabras. Cuando regresaba al hogar, el joven imberbe parecía venir de una batalla cruenta y se encerraba en su habitación con vistas al pico de Peñarroya. Allí, entre largos monólogos e imaginarios tragos de vino Tannat, aceptó su suerte como un rey expatriado: abandonaría los endecasílabos de exaltación a una amada que exhibía trenzas y faldas plisadas por la entrega voluptuosa a dos mujeres de la mala vida que, desde la primera página de la novela, le señalaban con dedo acusador. Al regresar en septiembre al instituto, creyó ver cómo le crecían en el cuerpo plumas de aves exóticas, y decidió volar. Su primer cuento, horrible ensayo iniciático para merecer la ira de cualquier dios menor, se tituló: “Agonía del cazador” y, pese a ser un híbrido de prosa fosilizada y ripios modernistas, le sirvió para ganarse las simpatías de la nueva profesora de literatura, una granadina que exhibía en su boina parisina una chapa del Che y hablaba de Doña Rosita la soltera como si estuviera abrazada a Federico en un baile imaginario. El joven nunca confesó que aquel relato de siete páginas, aporreado con una vieja Brother medio tísica, estaba escrito por un juntacadáveres, y mucho menos admitió que todas las noches, antes de ponerse el pijama de franela y rezarles a todos los demonios, observaba la torre panzuda de la iglesia de Santa María y dormía, además, en compañía de una estantigua con gafas de miope que arrastraba las palabras con acento pampeño.
Cuatro años y un millón de cuentos después, el joven autor conoció a Onetti en la feria del libro de Madrid. Debía correr el año 1980, quizá el 79 (la memoria es una noria que da vuelta sin cangilones), y decidió comprar en la Casa del libro, en Gran Vía, la última novela del maestro: “Dejemos hablar al viento”. Era una ocasión que ni pintada para que el don le dedicara su libro en una sesión de firmas convocada por la editorial Alfaguara, si no recuerdo mal. Por fin podría tener, frente a frente, al hombre que había peinado las primeras canas de su juventud, ejerciendo con potestad de diablo durante tantas noches de vigilia. Volvió a llenar la cantimplora, se armó de valor, y subió la cuesta Moyano en dirección al Retiro. La tarde era calurosa, pero merecería la pena esperar una larga cola para obtener la ansiada dedicatoria. Buscó entre las casetas, se tropezó con especies invasoras que exhibían con orgullo el último libro de Vizcaíno Casas y, por último, tras haber agotado la paciencia y la cantimplora, distinguió el rostro acartonado de Onetti. Solo, sentado sobre una silla que le prestaba la elegancia de un reo esperando turno en el cadalso, lo vio encorbatado, jugando con un bolígrafo, y más solo que la una, y entonces convino en que los dioses han de arrastrar una soledad de serie para ser aceptados como tales. Se acercó con la reverencia del novicio que ve ángeles alados en las gárgolas de un claustro, y le dio las buenas tardes. Debieron sucederse glaciaciones en ese instante de vacilación: el maestro alzó su mirada, armado con un bolígrafo de punta fina, y el pipiolo se hizo sombra y trató de reconstruirse con una sonrisa forzada. Tras un farfulleo de ramas secas en la garganta logró tenderle el libro. Me encantaría una dedicatoria suya, señor Onetti, le dijo, y el interpelado bufó como un caballo cansado de galopar en la pradera y plantó su herradura sobre la primera página del libro. Para Agustín, con afecto, y luego lo vio esfumarse entre los castaños de Indias y un cielo azul de cristales rotos. Pero aquella fragilidad de libélula apagada en sus ojos no dejaba de tener su grandeza y supo, de algún modo, que el maestro uruguayo estaba en transustanciación con sus fantasmas.
El viejo ya estaba podrido y me resultaba extraño que solo yo le sintiera el agridulce, tenue olor; que ni la hija ni el yerno, lo comentaran. Estaban obligados a ventear y fruncir la nariz porque ellos eran sus parientes y yo no pasaba de enfermero, casi, falso, exmédico.
Con las reflexiones del primer párrafo de Medina en “Dejemos hablar al viento”, el joven autor completó su círculo, y por fin descubrió, sin medias tintas, el mundo.
Nota: por desgracia. el libro con la dedicatoria debió perderse en alguna de las múltiples mudanzas que realizó el discípulo a lo largo de los años, pero la memoria no es una caja que pueda extraviarse en cualquier rincón olvidado. Nos sobrevive. Gracias, maestro.
Agustín García Aguado
Agustín García Aguado nació en Madrid la noche en que se levantó el muro de Berlín. En esta ciudad se crió bailando la peonza y jugando al fútbol con balones de cuero mil veces zurcidos. Estudió en la universidad Complutense y en aquellos años se dedicó a escribir poesía y relatos. Durante muchos años abandonó la escritura, hasta que en 2017 reanudó la actividad literaria. Desde entonces ha ganado cerca de treinta premios literarios, entre ellos el XX certamen de cuentos Tierra de Monegros. En 2018 publicó con la editorial ACEN de Castellón el libro de relatos La ternura de las bestias. En 2020 ha sido finalista del certamen literario Madrid Sky.
Extraordinario recuerdo del maestro uruguayo repleto de referencias literarias . Qué suerte haberlo conocido y qué pena haber perdido su libro dedicado!
Magnífico paseo, Agustín. La memoria de lo vivido y lo dormido , es la perfecta compañera. Gracias.