Por José Manuel Dorrego Sáenz
Está científicamente demostrado que la edad en la que las personas son más influenciables y tienen experiencias que les marcarán de por vida, son los 12 años. ¿A que suena bien? ¡¡Falso!! Sucede que la expresión “científicamente demostrado” ejerce sobre el lector una fascinación casi hipnótica, comparable a la que se produce cuando antecedes una noticia con la entradilla “Según estudios de la Universidad de Stanford…”. Pero a lo que vamos. Verdadero o no, lo cierto es que en mi caso fue precisamente a la casi inocente edad de los 12 años cuando descubrí a los autores que me harían entrar definitivamente en el mundo de la literatura, un mundo en el que una vez que estás dentro, es para toda la vida. Para mí, que venía de Mortadelo y Filemón, Asterix y Obelix la factoría Marvel o el Vívora, aquella biblioteca de mi casa con cientos de lomos de color oscurísimo y volúmenes llenos de letra mínima era hasta entonces un lugar perfectamente evitable. La sola idea de estirar la mano y coger un libro me daba la sensación de estar profanando un mausoleo (tan de moda, hoy, los mausoleos…). Pero con 12 años, quien más quien menos, está en el mundo con vocación de profanar. Así que un buen día me subí al brazo del sillón, estiré la mano y cogí tres libros al azar. Y salió lo que salió: “Rayuela” de Cortázar, “Moby Dick” de Melville y “Greguerías” de Gómez de la Serna ¡Bingo! De que la azarosa elección no pudo ser más acertada da muestras el hecho de que a los tres los he vuelto a releer durante todos estos años, y sin necesidad alguna de que alguien me pusiera una pistola en la cabeza. De Cortázar he aprendido que se puede escribir sin complejos, a lo ancho, que lo importante no es tanto cómo lo dices sino que realmente tengas algo que decir. Un buen día Cortázar decidió que quería escribir una novela que no fuese una novela, y escribió Rayuela. La leí de las tres formas que nos sugiere el autor: en orden cronológico, alternando capítulos que él mismo nos señala o de manera anárquica, para mí esta última la más aconsejable (leyéndola de atrás hacia delante te encontrarás una historia fascinante, probablemente una historia única, ya que sospecho que Rayuela tiene tantas historias como lectores que se acercan a ella). De “Moby Dick” me quedé con que basta un sencillo argumento (la persecución obsesiva de un cachalote) para tratar temas universales (idealismo, venganza, política, racismo, religión…) sin necesidad de ponerse circunspecto ni estar todo el día mesándote la barbilla. Y de Gómez de la Serna y sus greguerías, claro, me quedé en la fascinación por el detalle, al cual él llega, básicamente y como es lógico, a través de la observación, que es donde está la clave. ¿Cómo no admirar a un tipo capaz de dar una conferencia en un circo subido a un elefante? Un ejemplo, también al azar, de greguería: “Amor es despertar a una mujer y que no se indigne” ¡Cuantas mujeres hay que haber despertado indignadas para llegar a esa conclusión¡ Y por supuesto, de Gómez de la Serna, como de Cortázar, me quedó la admiración por el texto breve, el relato, el microrrelato, género que con mayor o menor fortuna cultivo desde entonces.
Y tras esos tres magníficos, vinieron ya el resto de lecturas que no he abandonado desde entonces: Quevedo, Truman Capote, Carver, Stephen King, Dorothy Parker, García Márquez, Hemingway, Proust, Poe, otra vez Quevedo… Luego, claro, están lo huesos duros de roer. La odisea, por ejemplo, se me ha resistido hasta en tres ocasiones y he terminado dándome por vencido. Tú ganas, Odisea. “El Quijote” se me resistió un par de veces, pero insistí, tomé aire y a la tercera fue la vencida. Y mereció la pena, desde luego. O El Aleph de Borges. Mucha gente me decía “¿Qué no has leído El Aleph, cómo que no has leído El Aleph?”, como quien te pregunta si no te has tomado la pastilla. Pues no, mire usted, que no he podido con él, qué quiere que le diga, no he podido, lo confieso. Y entre lectura y lectura, lógico, siempre guardo un hueco para releer a mis clásicos:, Jabato, Asterix y Obelix, Mortadelo y Filemón… Y así, con los años, he ido conformando mi propio panteón de libros colocados en un perfecto desorden y donde, en perfecta armonía, conviven Fray Luis de León y Bukosky, Bécquer y el marques de Sade o Anna Frank, codo con codo, con algún superhéroe de la Marvel.
El madrileño José Manuel Dorrego Sáenz ha sido finalista en las edición de 2016, 2018 y 2019, en esta ocasión con el relato titulado Geometría en masa. Alguna vez ha confesado que un par de páginas para un relato le parece un exceso, por lo que podemos considerarle un gran especialista del microrrelato. Ha sido finalista o ganador de certámenes de microrrelato convocados por RENFE, La Razón, El País, Grinch, la Escuela de Escritores, la Cadena SER, Onda Madrid, Radio Nacional, la UNED, o Augusto Monterroso.
Ha publicado con la editorial Atlantis un libro de microrrelatos titulado El contrabajista del Titanic y actualmente está preparando, según palabras del propio autor, Imagina, un híbrido entre la novela y el microrrelato.
Yo me inicié en la lectura con los cómics. Había una papelería (El Niño) cerca de casa que te los cambiaba por una peseta. Y era un gustazo poder leer y leer sin parar. Y José Manuel… como Los Vengadores no había ninguno. Un abrazo y enhorabuena por tu artículo.
Que grande eres, Dorrego, siempre es un gustazo leerte.
Que grande eres, Dorrego, siempre es un gustazo leerte.
Gracias José Manuel por tu relato de los primeros encuentros con autores tan admirados, muy buena tu crónica intimista.