Breve crónica del acto de entrega del Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández en Orihuela, el 16 de noviembre de 2019.

Yolanda Izard Anaya fue finalista de la segunda edición del certamen Madrid Sky con el relato titulado La primera. Para el grupo Primaduroverales es un placer recoger en nuestras páginas los éxitos de aquellos finalistas de nuestro certamen que, con su paso por el Madrid Sky, se convierten en nuestros amigos de las letras.
Por Yolanda Izard
Hasta que Álvaro Giménez se puso en contacto conmigo para darme a conocer que había resultado ganadora del Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández a mi libro Lumbre y ceniza, no sabía nada de la asociación Auralaria de la que él forma parte. Así que entré en el bello auditorio oriolano de La Lonja en estado virginal y, de inmediato, me sedujeron la cálida acogida de Álvaro y de Luisa Pastor, acompañados de su hija Alba, que con solo trece años ha creado la ilustración del cartel y de los dípticos, de una fuerza y simbolismo sorprendentes en alguien tan joven. Sin embargo, poco a poco fui apercibiéndome de que su espíritu creador le venía dado por doble herencia: una búsqueda posterior me permitió saber que Álvaro y Luisa viven para la creación artística en las más variadas expresiones: música, vídeomontajes, creación literaria (poesía, principalmente). Ganadores ambos de múltiples premios poéticos, su amor a la literatura se expresa también en la lectura y homenaje a grandes poetas en audios y vídeos al alcance de todos. Basta emprender un breve paseo por algunos de los poemas y poetas rescatados para darse cuenta de su gusto por la buena literatura, por su profundidad y su belleza expresiva (entre otros muchos, y empezando por Miguel Hernández, Emily Dickinson, Paul Celan, Marina Tsvietáieva, Anna Ajmátova, León Felipe, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik). Y es que vivir junto al amparo de los buenos poemas ayuda a entender mejor el mundo, a laborar la empatía, y es un acto de agradecimiento a la vida, esa misma vida que, como diría Fernando Aramburu, “ataca y destruye, desangra y agoniza pero es capaz de suscitar la belleza”.
Porque en realidad estoy hablando todo el tiempo de belleza. La belleza extraña, marginal, luminosa, de Orihuela; la belleza en la sonrisa de sus agradables gentes; la del auditorio engalanado con tantos ramos de flores frescas bajo el embrujo de la música (Beautiful Tango) que nos regalaron Luisa Pastor con su elegante interpretación y su voz sensual y arrebatadora, Eva García Lorca al acordeón, José Jimeno con su guitarra y Raúl Pina a la percusión. La belleza de la presentadora, Ángeles Vidal, que condujo con acierto todo el acto. La bella hospitalidad de Aitor Larrabide, director de la Fundación Cultural Miguel Hernández, que me acompañó todo el tiempo y con el que me sentí protegida, a salvo de todos mis miedos ocultos.
Aún me recorre por dentro un escalofrío procedente de toda esa belleza, el mismo escalofrío que sentí cuando proyectaron, en medio del acto, en medio de la conversación que mantuvimos sobre el libro Álvaro y yo, el videopoema Huellas, inspirado en uno de los poemas de mi libro, Las cosas sienten piedad, y realizado por él mismo y Luisa, y en el que intervienen alrededor de una docena de personas para hablarnos de algunos sueños perdidos en forma de objetos. Grandioso.
Ese escalofrío y esa belleza me recorren aún por dentro, con su ternura y una humilde emoción y un sincero agradecimiento, porque sé que tras toda esa puesta en escena del buen gusto hay mucho esfuerzo, talento y soledad, rasgos que suelen acompañar a toda creación artística.
POEMAS DEL LIBRO Lumbre y ceniza, de Yolanda Izard
Las cosas sienten piedad
Las cosas sienten piedad de sus dueños.
Pareciera que el aire que las cobija,
que la luz que las enciende
no existieran para trasgredir el orden humano
sino para hacerles más fácil la vida.
Yo he visto cómo unas zapatillas se movían de noche hasta la alcoba
para que la anciana enferma cobijara sus pies
en el recóndito lecho de lana de cuadros.
Yo he visto cómo el corazón de un perro de peluche ardía
cada vez que la niña huérfana lo apretaba
con ese desgarro solo propio de los niños.
Por eso, ¿qué hace ahí un despertador hecho trizas
y la mano violenta que lo ha arrojado?
¿Qué tiene esta casa abandonada que no tenga la mía,
con ese secreto de puertas abiertas para que desayunemos la luz,
qué hace ese violín apaleado con las notas a la deriva,
qué ese papel a medias donde la poeta adolescente
pergeñó con dolor las más bellas metáforas?
Si recordáramos cómo besaba a su amado en el pasillo en penumbra
junto a la reproducción del beso de Klimt colgado en el muro,
jamás habríamos cerrado los pestillos para siempre
ni permitido que el taxidermista congelara la voz de nuestros muertos.
Porque ahora, mientras recojo a solas los restos de la ruina
(un pedazo del mecanismo de la tele, un enjambre de tornillos y de muescas,
una rueda de la bicicleta azul,
una tapa de zapato infantil del treinta y dos,
una fotografía de familia bajo la aurora boreal, con su marco roído,
la rota cristalería con los últimos labios que besaron un sueño),
solo me consuela la labor de las cosas que nos amaron:
tiernamente, como quien aún, después de tanto tiempo,
añora a sus desaparecidos,
van cubriendo los restos con un delicado velo de polvo
para que las huellas de sus dueños sigan acostadas, como dormidas,
como a la espera, como si nunca hubieran sido abandonadas
por otros sueños igual de inconstantes y de breves.
El huevo de la serpiente
El huevo de la serpiente nació de una estilográfica.
Creció sabiendo geometría y calculando los límites de la persuasión.
Antes de que alguien pergeñara la insondabilidad del universo
alojada en una hoja de níspero,
ya estaba el plumín de una mujer
develando la razón de ser de su naturaleza oprimida.
Si no hubiera sido por la herida,
nadie se habría cuestionado la realidad ni puesto en entredicho las apariencias.
En verdad, fue el lápiz con su humilde carbón
el que permitió desglosar la anatomía humana
y ubicar en el cerebro la raíz de la belleza.
Seguro que el maestro sin nombre enseñó al genio
a medir las multitudes y la labor trascendente de los insectos.
Que el alma nos posea desde que nacemos,
y que ilumine en la noche al discípulo de Confucio
para que guíe con su lámpara a los que se pierden,
quizá se deba a que en Cancún,
mientras se bañaba en las aguas de un río cansado,
una niña depositó sus versos en una botella de cristal.
Enhorabuena Yolanda, una crónica muy lírica.
Mi más sincera enhorabuena Yolanda.
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