Por: Pablo Frías
Empezaba la tarde de ayer con un homenaje fotográfico de Pura a las collejas que, como todo aviso para navegantes y perdóneseme la rima involuntaria, predispuso a los miembros del taller con la mosca detrás de la oreja. No en vano ya lo vaticinaba José Sainz de la Maza, hace un par de semanas, en su espléndida crónica de ese jueves : «Prometió Pura al principio de la tarde que habría reparto de collejas y lo prometido es deuda, sobre todo para los alcarreños».
Y alcarreñas parecían las susodichas collejas. Si añadimos que veníamos de una digestión difícil con las crónicas periodísticas y que nos enfrentábamos a la incertidumbre de unos nuevos deberes, los relatos epistolares, ya intuirán ustedes qué ingrediente le faltaba a nuestra tortilla. Pero no se conoce gloria que empezara con un acto de cobardía, así que el buzón de los Primaduroverales se llenó de cartas dispuestas a la degustación. Veamos, pues, qué tal sabor de boca dejaron.
En «La carta inconclusa» de Carlos Cerdán, un sexagenario envía una carta a un antiguo amigo de la juventud con el que perdió el contacto a raíz del enfrentamiento que mantuvieron por el amor de una chica, la cual acabaría siendo su mujer. En la carta le informa de la muerte de su esposa y le traslada sus sospechas de que ella le había seguido queriendo a lo largo de los años, como forma de descargarse de la culpa que, supuestamente, acompaña al hombre desde entonces por las malas artes que empleó en su conquista y que truncaron la amistad. En su carta de respuesta, el antiguo amigo marca la distancia con los sucesos que le relata y le aclara que, si bien fueron dolorosos en su momento, ya están superados. Acto seguido le manda a hacer gárgaras tras invitarle a disfrutar de la soledad que sus miserias y su ruindad le han granjeado. Ejercicio fantástico de caracterización por parte de Carlos de dos hombres: uno víctima de sus propios complejos, al cual en aras a redondear ese proceso de definición del personaje, expone Carlos quizá demasiado en una carta que incrementa casi en cada línea la vileza del protagonista. Pero intrincados resultan a veces los procesos íntimos de redención de la culpabilidad para llegar yo ahora a juzgarlos. Y el segundo hombre, a cambio, sobrio y ecuánime, nos regala en su carta un prodigio de dignidad. Sencillamente sublime:
«Pero ya te he dicho que no me debes nada y aunque así fuera no te lo aceptaría. Me costó superar perder al amigo y a la persona que amaba, sin embargo aquello me hizo más fuerte. No tengo un sentimiento de rencor hacia ti y deduzco que te encuentras muy solo, pero lo único que puedo decirte es que estamos cerca de cumplir sesenta y cinco años, ahora toca jubilarnos y recoger el fruto de la cosecha de nuestra vida. Y parece que tú solo has sembrado desprecio e indiferencia«.
En «La carta a la chica de enfrente» de Manuel Pozo, un adolescente le declara su interés romántico a una vecina desconocida a través de un medio que le resulta ajeno y anacrónico como es el correo postal en estos tiempos de redes sociales. La respuesta de ella, plena de delicadeza y sensibilidad femeninas, y una segunda carta del muchacho a los tres años y poco antes de su presumible primer encuentro físico, nos exponen sus angustias y deseos juveniles ante la situación excepcional que les ha tocado vivir pero, sobre todo, nos presentan una evolución distópica de la pandemia mucho más apocalíptica que la sufrimos en nuestra realidad. Se acusa al muchacho de una talentosa madurez literaria en sus cartas y de cierta querencia en la reiteración de elementos formales de su prosa. Lo primero quizá resulte excesivo en alguien que se enfrenta a su primera carta aunque, ¿quién nos dice que el joven no es como esos escritores que, en su primera incursión en los premios literarios, conocen las mieles del éxito? Y ante la segunda objeción, seamos empáticos: ¿o no firmaríamos con los ojos cerrados que, tras tres años de confinamiento estricto y brutal, nuestra única secuela fuera esa mencionada complacencia por el exceso ornamental?. Ni tan mal, que dicen ahora los dinamizadores del idioma. Un placer leer a Manolo, y a los hechos me remito:
«Me ha gustado mucho lo que dices, aunque no deberías pensar que estás enamorado de mí, para eso hace falta conocerse mucho mejor. Además, ni siquiera sabes si salgo con alguien o no. Pero me hace gracia saber que de pronto me he convertido en la chica del edificio de enfrente, tú serás para mí a partir de ahora el chico que me envió una carta, mi primera carta. Espero que llegue pronto la primavera, que vuelvan a cambiar la hora y por lo menos podamos vernos de ventana a ventana. Te prometo que te dedicaré un baile«.
En «La carta a mi amigo Pablo», Juan Santos nos presenta un hombre de firmes convicciones personales que, tras enterarse por su hermana de que un amigo suyo se ha colado de okupa en la casa familiar del pueblo le conmina mediante expresivas amenazas a que salga de ella antes de que sea él quien le saque a empellones. Con un estilo ágil, directo y contundente Juan nos perfila tres personajes tan arquetípicos, en especial los dos hermanos, que se plantea en el taller un debate acerca del profundo arraigo de ciertas actitudes machistas y la dificultad que dicho arraigo provoca incluso para su reconocimiento. Debate que trasciende lo literario pero que debemos agradecer a la brillantez con la que Juan describe, en pocas frases para mayor mérito, el carácter de ese personaje rotundo, visceral y, en perfecta armonía con su manera de entender el mundo, justiciero. Una carta a fin de cuentas que, en su propia desmesura, resulta tremendamente divertida. Y en esto no hubo discusión, a las pruebas me remito:
«Yo te conozco bien a ti, pero tú también me conoces a mí, y sabes la mala leche que tengo en ciertas ocasiones. Y te advierto una cosa, como de aquí al fin de semana próximo no abandones la casa, no respondo de mí. No creas que voy a llamar a la guardia civil, no. Voy a ir yo, personalmente y te voy a rajar de arriba abajo. Te voy a agarrar de las tripas y tirando de ellas te voy sacar a rastras hasta la calle«.
En «Cuatro cartas y un funeral«, Susana de las Heras dibuja la despedida de un hombre con un gran secreto detrás. A través de sendas cartas se despide de sus dos hijos ante la inminencia de su muerte. ¿La trampa de este personaje mendaz y pusilánime? Descarga sobre su hijo, tenido en secreto fuera del matrimonio, la responsabilidad de, bajo su propio criterio y una vez desaparecido el progenitor, informar a su ignorante hermana de la existencia de esa vida paralela de la que el muchacho es fruto. Así, el joven envía a su hermana una carta honesta y hasta comprensiva con la actitud del padre, a la vez que le adjunta aquella que el hombre escribiese para ella. En su misiva a su recién estrenado hermano, la hija duda de sus propios sentimientos y deseos ante la nueva situación, abrumada por un descubrimiento que pervierte su pasado y distorsiona su propia existencia. Por fortuna para nosotros, Susana no sufre de la cobardía perpetua de su personaje y se atreve con una historia redonda en su conjunto y exquisita en su redacción, que vuelve a dejar patente, una vez más, que los personajes femeninos bien perfilados (como el de Fiona —Kristin Scott Thomas— en la película a la que homenajea el título del relato epistolar de Susana) son fuerzas de la naturaleza incontenibles:
«Desde la muerte de papá, tengo la sensación de que el mundo gira en otra dirección. No me hago a la idea de que no está y ahora tengo que procesar además que mi vida ha sido una mentira, que él nos mintió a mi madre y a mí y que tengo un hermano, que para más inri me lleva dos días. Comprenderás que no es fácil«.
Hasta aquí llegó una velada que, gracias al buen hacer de los autores y a sus magníficos trabajos, relegó la amenaza inicial de collejas al ámbito culinario. Un ámbito que nos gusta también mucho, casi tanto como el de la lectura, pero que tendrá que seguir esperando para que podamos disfrutarlo juntos.
Mientras ese momento llega, lean. Lean mucho y, sobre todo, lean bien. Aprendan del reproche que precisamente un cartero, Mario, el cartero de Neruda en la novela de Skarmeta, le dirige a Rosa, la madre de la chica de la que se ha enamorado, «es que usted no lee las palabras, sino que se las traga, señora. Las palabras hay que saborearlas. Uno tiene que dejar que se deshagan en la boca».
Pablo Frías Martínez
Buen debut, Pablo.
Muy bien por esta crónica que refleja perfectamente lo vivido ayer. Te haremos caso, Pablo, seguiremos leyendo y saboreando las palabras una a una,
Bien, Pablo. Has hecho una crónica muy buena y diplomática.
Estreno perfecto, magnífica crónica. Esto de resumir las tardes de los jueves está alcanzando un nivel extraordinario.
Esmerado, preciso y sobre todo brillante análisis del taller de ayer.
Impecable génesis cronista. Bravo.
Gracias Pablo.
Me uno a los elogios. No tenía ninguna duda de que ibas a salir airoso en tu primera crónica del taller.
Magnífica crónica, Pablo. Tú sí que has cocinado un buen plato, con su correcto contenido nutritivo, su buen producto, su cocción lenta y, además, muy importante, con la sal y la pimienta en su justa medida.
Qué bien, Pablo. Esto de las crónicas va in crescendo. Os doy la enhorabuena a todos, pues es un esfuerzo con resultados muy hermosos. Quedémonos con el saboreo de las palabras, con la vida que encierran.
Qué buena crónica Pablo. Muy bien escrita y con buen sentido del humor. Ya no solo disfrutamos de las lecturas y los debates sino que además disfrutamos de las crónicas.
A mí me faltan las palabras, las dejado todas en el camino leyendo tu crónica.
Nos has conquistado el corazón , Pablo
Muchas gracias, Pablo. Elegancia y humor fino e inteligente. Se disfruta mucho leyéndote.