El jueves 3 de diciembre tuvimos ocasión de vivir en el taller de creación literaria de la asociación una de esas tardes de literatura que no se olvida en mucho tiempo, a pesar de la pandemia y las consabidas clases virtuales. Nos acompañaron telemáticamente Patricia Collazo y Ernesto Ortega, dos maestros del microrrelato, y tuvimos la suerte de comentar con ellos dos de sus relatos.
Publicamos hoy La bala blanca, de Ernesto Ortega. En este relato con estructura de viaje, con narrador en primera persona, se describe cómo su personaje se hace a sí mismo una confesión vital durante un viaje de 100 metros, la longitud que tiene el corredor de la muerte en una prisión norteamericana, confesión que convierte a su vez en un viaje por toda su vida, que ha estado marcada por la envidia y la velocidad (por haber sido corredor de 100 m lisos, en un mundo que dominan los negros), en contraste con la lentitud de su último viaje hasta la meta final que ha de cruzar, la puerta de la sala de ejecución. El relato, con unos hilos de trama sólidamente trenzados, da mucho para meditar sobre el arrepentimiento tardío, cuando ya no hay solución o de vidas lastradas por decisiones equivocadas. Contiene tintes de literatura social, pero tratada con una inusual maestría para no generar debates estereotipados. Es un relato antiguo, según comentó el autor, y resulta un ejercicio soberbio del tratamiento del tiempo narrativo.
La bala blanca.
Segundo premio Gabriel Miró de la CAM en 2011
Un relato de Ernesto Ortega
Cuando practicaba el atletismo, podía hacer los 100 metros lisos en 10,50 segundos. Hasta me dieron una beca para estudiar en la universidad. Era el blanco más rápido de la universidad de San Antonio. La bala blanca, me llamaban, pero ser el blanco más rápido de la universidad de San Antonio no debía de tener ningún mérito, porque al segundo año me quitaron la beca para dársela a algún negro menos inteligente que yo, pero mucho más rápido. No me importó, nunca hubiese llegado a profesional. No podía competir con los negros. De aquí al final del corredor habrá 100 metros, 120 como mucho. Las cadenas que me sujetan los tobillos pesan demasiado y no me dejan caminar con libertad. Me cuesta levantar los pies del suelo y tengo que arrastrarlos. Los pasos son cortos y lentos. Los guardias que me acompañan se adaptan al ritmo de mis pasos. En cada paso apenas recorro media baldosa: cada baldosa mide 30 centímetros: 100 metros, 330 baldosas, 660 pasos. Cuando corría, hacía los 100 metros en 160 pasos. Todos los pasos tenían que ser iguales. En cada paso tenías que recorrer la misma distancia para no perder el equilibrio y aumentar el ritmo progresivamente, pero los negros siempre acababan ganándome. Me equivoqué de deporte, tenía que haber jugado al baloncesto. Cuando nos sacan al patio, juego al baloncesto y no se me da mal.
Espero que llegue el aplazamiento para seguir jugando. Mi abogado dice que tengo que mantener la esperanza hasta el final, que en el último momento seguro que me lo conceden o incluso el indulto, que el caso está en los periódicos y en las televisiones, que esto es un puto show y que cuanto más tarden en concederme el aplazamiento, más publicidad para el gobernador. Pero cuando llegue al final del pasillo, seré yo el que entre en la sala de ejecuciones y mi abogado estará al otro lado del cristal, sentado cómodamente en una silla que no es eléctrica. Así es fácil mantener la esperanza. Mi abogado lleva meses hablando de estadísticas. Mi abogado dice: en cuatro de cada cinco casos se consigue el aplazamiento, siete de cada diez condenados a muerte acaban siendo indultados y uno de cada quince ejecutados es blanco, pero yo la única estadística que conozco es que el cien por cien de los finalistas olímpicos de los 100 metros lisos son negros. Pietro Menea fue el último blanco que ganó una final olímpica, en Moscú, en 1980, cuando los americanos renunciamos a enviar nuestra legión de negros perfectos, musculosos e invencibles a un país comunista. Según mi abogado, estadísticamente tengo más de un ochenta por ciento de posibilidades de que llegue el aplazamiento. Eso es exactamente un veinte por ciento de posibilidades de morir achicharrado. Dicen que a veces no mueres por la descarga, que los 20.000 voltios no son suficientes para matarte, que el cerebro se te fríe y que la sala entera huele a perro quemado, pero que tú sigues vivo, consciente, sentado en la silla, y ves y oyes y hueles, y los órganos te arden por dentro y el humo te sale por los poros de la piel. Mi abogado dice que hasta el último segundo hay esperanza. Magic Johnson siempre esperaba al último segundo para decidir los partidos. Parecía que disfrutaba cuando los Lakers llegaban igualados al final del encuentro. Siempre hacía la misma jugada, cogía el balón y lo botaba tranquilamente en el centro del campo: 8, 12, 15 segundos, como si en la cancha sólo estuviese él, dejaba pasar el tiempo, lentamente, botando la pelota, poniendo nervioso al público y a los rivales y a sus propios compañeros, viendo avanzar el cronómetro, hasta que apenas quedaban 4 segundos el tiempo justo y necesario para alcanzar a canasta. Entonces cambiaba el ritmo, diblaba a un contrario, volaba por encima de la zona, estiraba el brazo y dejaba una bandeja que sentenciaba el marcador. Final del partido. El público se volvía loco y sus compañeros le abrazaban. Un héroe, Magic Johnson. Luego cogió el SIDA, por follar con negras. A mí siempre me gustó el baloncesto. Cuando estaba en la universidad tenía un póster de Magic Johnson en la habitación. Un día mi compañero me preguntó cómo podía tener un póster de Magic Johnson en la pared si odiaba tanto a los negros. Me quedé mirando el póster, Magic Jonhson, flotando en el aire con el balón en la mano, lo arranqué. Ahora, en la cárcel, juego al baloncesto y puedo competir con los negros, aunque sean más rápidos y fuertes que yo, porque el baloncesto es un deporte que se juega con la cabeza, mientras que en los 100 metros lisos sólo hay que correr y correr y no se puede correr más que los negros, porque genéticamente es imposible. Deberían crear una categoría especial sólo para ellos.
Me paro, estoy sudando. Miro al final del corredor, baldosas blancas y negras se alternan en el suelo. Las botas brillan, son nuevas. Una gota de sudor me resbala por la frente y se estrella contra las baldosas. Me paso la mano por la cabeza, está húmeda. Es extraño volver a sentir el tacto de tener la cabeza rapada después de tanto tiempo. Antes de salir de la celda, me afeitaron la cabeza para que el pelo no se chamusque con la descarga. Al verme en el espejo, me pereció que aún tenía 20 años, cuando me rapaba al cero para evitar el rozamiento del viento y mejorar la velocidad. Parecía un skinhead e imponía respeto en la pista. Hacía que los negros me mirasen con temor cuando se giraban en plena carrera y me encontraban corriendo a su lado. Mi abogado dice que con un poco de suerte seguro que llega el aplazamiento, incluso el indulto, pero el tiempo se acaba y yo nunca he tenido demasiada suerte. No tuve suerte con el abogado que me defendió durante el juicio. Era un inútil, con la carrera recién terminada y esos aires de saberlo todo. Decía que no debía preocuparme, que él me había robado y que podíamos alegar defensa propia. Pero todo el mundo había visto cómo le tiré al suelo y comencé a patearle el estómago hasta reventarle los órganos. Para una vez que corrí más que un negro. Además, coincidió con el caso de la paliza que unos policías le habían dado a un negro en el aparcamiento de un centro comercial que estaba en todas las cadenas. Hubo manifestaciones e incidentes en muchas ciudades y a los políticos se les llenó la boca hablando de derechos humanos. Mi caso lo tacharon de racista y pagué el pato. Veredicto: pena de muerte. Si no hubiese sido por todo aquello, hubiese salido inocente. ¿A quién le iba a importar la muerte de un negro? Miro al suelo. Las botas brillan. Hacía mucho que no estrenaba botas. No me están bien, me hacen rozaduras al caminar, no deben de ser de mi número. El uniforme también es nuevo. No tiene el olor a desinfectante que se ha pegado a las paredes de la celda y del gimnasio y hasta a los árboles del patio. En la cárcel todo huele a desinfectante. Será la primera y última vez que alguien se ponga este uniforme, espero que mi abogado tenga razón. He visto a presos tirarse al suelo y agarrarse con las uñas a las baldosas, esperando que llegue el aplazamiento, les he oído inundar la celda de lágrimas y convertirse al catolicismo, los he oído dejarse la voz insistiendo en su inocencia y suplicar perdón y arrepentirse en el último momento, pero yo no me arrepiento de lo que hecho, los hombres de verdad sólo se pueden arrepentir de lo que no han hecho, porque lo hecho, hecho está. En la celda el sacerdote me dijo: “Hijo, arrepiéntete y pide perdón a Dios y a los hombres por tus pecados”. Padre, yo me arrepiento de no haber estudiado más en la universidad, de no haber jugado al baloncesto antes y de no haberme tirado a Lia Smith en una fiesta que organicé en casa de mis padres por mi decimoséptimo cumpleaños, padre, ésas son las cosas de las que me arrepiento, de las otras, no, de querer correr más que los negros no puedo arrepentirme. Ah, Lia, cómo me gustabas. Estabas completamente borracha, te habías quedado dormida, cuando todos se habían ido de la fiesta, te quité la ropa y te llevé a la cama de mis padres, desnuda, la piel tan blanca, tan pura, te tapé con una manta y dejé que te durmieses y me dormí a tu lado, pensando que ya tendría otra oportunidad, pero cuando pasas la meta en segundo lugar, nunca hay otra oportunidad, no puedes hacer que la carrera se repita y acabaste saliendo con un negro que jugaba en el equipo de fútbol del instituto. ¿Dónde estarás ahora, Lia?
Me detengo. Miro hacia atrás. Estoy justo en la mitad del corredor. Un guardia me dice que siga andando. En los 100 metros, todo el mundo piensa que lo que importa es la salida, pero donde de verdad se empieza a decidir la carrera es a partir de los 50 metros. Entonces es cuando había que acelerar y algunos se vienen abajo. Por muy bien que hayas salido, siempre hay que ir a más. A partir de los 50 metros, el que te alcance te habrá ganado, y ya no puedes volverle a pasar. Me paro otra vez, con estas cadenas me cuesta caminar y las botas me hacen daño. Seguro que no son de mi número. Los celadores me dicen que no me pare, que siga adelante y yo obedezco. En la cárcel me he acostumbrado a obedecer. En la cárcel cada día es una fotocopia del anterior, pero no se está tan mal como parece. No tiene nada que ver que todo eso que se ve en las películas, con peleas y violaciones en las duchas, cada uno va a lo suyo y el que se deja dar por el culo es porque quiere y porque le gusta. Hay gente que estaría mejor entre rejas. Quiero decir que aquí tienen cama y comida gratis, gimnasio, biblioteca y televisión por cable. Hay personas que no tienen nada de eso. Es como quedarse atrapado en un hotel cutre, como si te alojas en un hostal de carretera y un día te das cuenta de que no puedes salir a la calle porque se ha roto la cerradura y te pasas la vida encerrado, viendo partidos de la NFL y la NBA en la televisión por cable y alimentándote de comida enlatada, mientras miras por la ventana y esperas a que llegue el cerrajero para abrirte la puerta y dejarte salir, pero el cerrajero nunca llega. De la cárcel, lo mejor son los partidos de baloncesto que jugamos blancos contra negros. Muchas veces ganamos, porque los negros sólo saben corren. En cambio, yo pienso y siempre encuentro un hueco por donde pasar el balón entre las piernas de los negros, en lugar de correr y correr. Pero perdamos o ganemos, todos me respetan. A veces organizamos partidos contra los celadores o contra otras prisiones del estado, y blancos y negros jugamos juntos, y entonces no hay quien nos gane, porque ellos corren y yo pienso, y cuando meto una canasta los negros vienen a por mí y me abrazan y me chocan la mano. Es una sensación extraña ésa de abrazarse a un negro. Si hubiese jugado al baloncesto en la universidad en lugar de correr, quizás me hubiesen ido mejor las cosas. Aparte de jugar al baloncesto, no hay muchas cosas más que hacer en la cárcel, dejar pasar el tiempo y mirar por la ventana o masturbarte con revistas. Si te sobran cinco dólares, puedes dejar que te hagan una mamada. Yo no soy un maricón porque de vez en cuando me deje chupar la polla, que te la chupen no es de maricones, los que la chupan, sí, los que la chupan son todas unas nenazas de mierda, pero sólo hace falta cerrar los ojos y tener un poco de imaginación. Con los ojos cerrados eres incapaz de distinguir si te la está chupando Scarlett Johansson o Sylvester Stallone. Cuando me la chupan yo cierro los ojos y pienso en Scarlett Johansson o en Anna Kournikova o en Jessica Alba. También pienso en Lia, desnuda, tendida en la cama de mis padres. A veces, en Beyonce. No lo puedo evitar. Cuando estoy a punto de correrme, Beyonce siempre acaba colándose en mi cabeza. Yo nunca dejaría que una negra me hiciese una mamada, por muy buena que estuviese, a saber lo que te puede contagiar, pero Beyonce es como si no fuese negra, tiene la piel clara, como si se hubiese lavado muchas veces con un estropajo y se le hubiese ido el color, y no huele como el resto de los negros, al menos cuando pienso en ella, huele a un perfume impronunciable con acento francés, de esos que anuncian en televisión. La cárcel está llena de negros que huelen a sudor rancio y zanahoria podrida y por eso le echan desinfectante a la ropa.
Esto se acaba, unos pasos más y habré alcanzado el final del corredor. Si no llega el aplazamiento, me sentarán en la silla, me atarán las cuerdas, darán la orden y todo se acabó. Los últimos metros nunca dependen de ti, sino de cómo hayas corrido durante toda la carrera. Tienes que seguir corriendo, exprimir al máximo tus fuerzas y atravesar la meta. Si has hecho una buena carrera, sólo tienes que dejarte llevar, si no irás perdiendo fuelle y viendo cómo todos te pasan. Cruzo la puerta que da a la sala. Al otro lado del cristal hay bastante gente. Busco a mi abogado, pero no lo encuentro. En cambio, veo a una pareja de negros. Los recuerdo del juicio. Recuerdo a la mujer llorando e insultándome. Pero yo no tuve la culpa, yo no quería matarlo. Era un puto crío, ni siquiera era mayor de edad, ¿por qué cojones tuvo que robarme la cartera? Echó a correr con la cartera en la mano. Pensaba que no le cogería, que un blanco nunca puede correr tanto como negro. Cuando me di cuenta, el cabrón ya me llevaba unos metros de ventaja y salí disparado. Cómo corría, hubiese podido conseguir una beca en cualquier universidad, pero no era inteligente, prefería robar carteras. Corrí detrás de él como si el asfalto fuese una pista de tartán. Le perseguía como un perro enfurecido, una calle tras otra, empujando a toda la gente con la que nos encontrábamos, doblando esquinas entre la multitud. Hubo un momento en que estuve a punto de dejarle escapar, pensaba que no le iba a alcanzar, pero aguanté las fuerzas y mantuve la distancia. Cuando lo tenía cerca, tiró la cartera pensando que me detendría a recogerla y le permitiría huir, pero no lo hice. La cartera me importaba una mierda, apenas llevaba 50 pavos. Sólo quería demostrarle que podía correr más que él. Me lancé a por él y lo cogí por el cuello. Lo alcancé y lo tiré al suelo, empecé a pegarle patadas en el estómago con los dos pies, el crío se protegía como podía, tapándose el estómago con las manos, y entonces yo le golpeé en la cabeza con las botas de punta de hierro, una vez y otra, gritaba y me suplicaba que me detuviese, pero yo seguía pegándole y sólo repetía ¿por qué no corres ahora, maldito negro? La calle empezó a llenarse de gente, pero nadie se atrevía a intervenir, hasta que dejó de gritar, y se quedó tendido en el suelo, con los ojos abiertos, con esos grandes ojos blancos que tienen los negros, mirándome, pidiéndome una explicación. Pero yo no podía explicar que lo había matado sólo porque había sido más rápido que él. Por fin veo entrar a mi abogado, le miro a los ojos y él baja la mirada. Yo sólo quiero seguir jugando al baloncesto y abrazarme a los negros cuando meto una canasta, y pedirles perdón, porque yo no quería matarlo, yo sólo quería correr tan rápido como los negros.

ERNESTO ORTEGA (Calahorra, La Rioja, cosecha del 71). De niño pasa mucho tiempo en la librería de sus padres y pronto aprende a hacer la O con un canuto. Se aficiona a las letras, hasta que le ponen los puntos sobre las íes y decide estudiar empresariales. Tras abrir un paréntesis en su vida, que todavía no ha cerrado, se traslada a Madrid, donde por h o por b, acaba trabajando como redactor publicitario.
Ha ganado varios concursos de relatos y microrrelatos (entre ellos, la X edición de Relatos en Cadena, de la SER) y sus textos han aparecido en diferentes antologías, como “Deantología” (Talentura), “Desahuciados” (Traspiés), “Fútbol en breve: Microrrelatos de jogo bonito” (Puertabierta Editores), “Ballenas en hormigueros: Antología hispanoamericana de ficción” (Editorial Ojo de pez) o “Los pescadores de perlas: los microrrelatos de Quimera” (Montesinos). Ha publicado los libros “La dictadura del amor” (LCK15) y “Microenciclopedia ilustrada del amor y el desamor” (Talentura Libros). En 2020 ha sido finalista del XVII Premio Setenil 2020, al mejor libro de relatos del año editado en España con el libro Los defectos de la anestesia (editorial Enkuadres).
Leer a Ernesto es un placer para los sentidos.
Sí, fue un placer disfrutar de Ernesto y de este cuento estupendo. Muchas gracias, una vez más, desde aquí por su generosidad.