A continuación, podemos leer el relato íntegro, de nuestro compañero Juan Santos, que resultó ganador del XVII Certamen Literario “Lorenzo Serrano” Vinos de La Mancha, organizado por la Denominación de Origen La Mancha.
«La caja de puros», de Juan Santos
Sabes que el abuelo fue jornalero y la abuela ama de casa. Hoy te contaré algo más sobre sus vidas y sus ilusiones.
El afán de mi padre era tener una viña propia y el sueño de mi madre, una salita de estar. Durante muchos años se vio obligada a estirar de forma milagrosa un mísero jornal que le entregaba mi padre. Bueno, todo el jornal, no. Una parte del mismo nunca formó parte del estiramiento. En lo más recóndito del almario guardaba una caja de puros donde iba apartando la cantidad destinada para comprar la viña. Era lo primero que hacía. Con el resto del dinero se buscaba las mañas para llegar a fin de mes. La comida era primordial, por eso en ropa se gastaba lo imprescindible y sólo cuando no podía pasar por otro punto. Lo de comprar la salita iba para largo. Teniendo otro escondite secreto, como lo tenía, raras veces sisaba algunas pesetillas. Más bien ocurría todo lo contrario, con frecuencia echaba mano a su nido para salir de algún apuro. Tampoco tenía valor para comprar los muebles a plazos como habían hecho algunas de sus amigas. Pero ella no perdía la esperanza, algún año con la ayuda de Dios le llegaría el turno a su capricho. No pasábamos hambre. Jamás nos faltó un trozo de pan en la mesa, ni recuerdo nunca haber cenado sin vino. Siendo los guisos de patatas escasos en aceite y generosos en agua y ajos sabían a gloria, sobre todo si llevaban algo de carne de pescuezo o una raspa de bacalao. A partir de San Antón las gallinas empezaban a poner y eran deliciosas las tortillas que hacía mi madre. Todos los años engordábamos un cerdo. La matanza era fundamental. Tener un jamón colgado en la pared y dos ladrillos de tocino en la despensa nos daba tranquilidad. Si además la orza estaba medio llena de chorizos, de morcillas y de lomo, no había mayor placer que hurgar con la paleta entre la pringue para sacar la pieza deseada.
Éramos pobres, pero nos conformábamos con lo poco que teníamos. Mi madre daba gracias a Dios todos los días por tenernos en el mundo con salud y con trabajo. Eso no quita que nos diéramos cuenta de que las familias que tenían viñas con buenas cosechas, vivían mucho mejor que nosotros. Mi padre lo sabía, por eso no cesaba en su empeño. Nadie de sus antepasados había tenido un majuelo y él sería el primero en conseguirlo.
Vivíamos en una casa destartalada de muchos vecinos. A nuestra morada se entraba por el patio. Tenía pocos lujos, pero siempre estaba ventilada y limpia, con el humero de la lumbre blanco y la ceniza recogida. Mis padres dormían en una cama de hierro y latón heredada de mis abuelos. Una preciada reliquia a pesar del desagradable gruñido de sus muelles. Mi hermano y yo nos acostábamos en la habitación de al lado, uno a la cabeza y al otro a los pies en una cama turca de cuerpo y medio. La compartimos desde niños hasta que cumplí los diecinueve años que me vine a Madrid. Las dos camas tenían sus colchones de lana y su par de cobertores en invierno. Cuando el frío apretaba echábamos varios abrigos por encima y por dentro metíamos una botella de agua hirviendo para calentar las sábanas. Hacíamos la vida prácticamente en la cocina. Teníamos un infernillo para cocer la leche y poco más. Mi madre prefería utilizar la lumbre porque los guisos estaban mejor y no cogían sabor a petróleo. El único adorno de la pared era un almanaque. Casi siempre tenía imágenes de santos, menos el año 1968 que la fábrica de gaseosas los hizo con el cuadro de La Vendimia de Francisco de Goya. Justo enfrente, sobre una repisa de madera a la altura de la cabeza, teníamos la radio con su antena y su voltímetro. Era de la marca Philips y para ser de segunda mano apenas hacía ruidos y no se le iba la onda. Por las tardes mi madre oía la novela y por las noches mi padre escuchaba el parte en radio nacional. Nos mandaba callar a todos. Tenía que enterarse bien del pronóstico del tiempo para preparar el capote o no.
En casa no teníamos agua corriente ni colector. Nos lavábamos como los gatos en una palangana blanca llena de porcinos. Para otros menesteres el corral con el basurero colectivo estaba siempre a nuestra disposición.
Mi madre lavaba en la pila de piedra que había en el patio. Normalmente utilizaba agua del pozo para la ropa de color. Para la blanca gustaba darle el último aclarado con agua de la fuente. Por eso era preciso que mi hermano o yo echáramos un par de viajes con los cubos antes de ir a la escuela. Tampoco teníamos televisor. Para ver el futbol o los toros tenía que ir al bar de la esquina y no siempre me dejaban entrar. La mayoría de las veces el muy borde del camarero nos espantaba a los muchachos enchufándonos en la cara con el chorro de un sifón. Yo estrené pocos pantalones y jerséis. La ropa que se le iba quedando pequeña a mi hermano me quedaba perfecta a mí. Zapatos sí gasté unos negros seminuevos con punta en cola de golondrina y agujerillos por arriba. Me los dio mi tío que era cartero y le apretaban para repartir.
Mi padre tenía una bicicleta bh comprada con el dinero que le dieron por una borrica vieja que vendió para la carne. Durante muchos años fue su medio de locomoción para ir al campo. En tiempo de poda solía llegar al anochecer sudando con un saco de ceporros cargado en el portaequipajes. Así estuvo hasta que los jornaleros empezaron a comprarse motos. Mi padre para no menos se compró una mobylette. Con dolor de su corazón, no tuvo más remedio que coger dinero prestado de la caja de puros. Desde aquel momento la bici hecha un trasto pasó a nuestras manos. Le quitamos las agüerillas y le raspamos el barro seco de los bajos. Despojada de aparejos y bien limpia parecía otra. Nos hizo mucha ilusión. Mi hermano se hacía el amo, pero yo también la cogía de vez en cuando, además era el que arreglaba los pinchazos.
Aquel año, mis padres estimaron que ya tenía cuerpo para ir a vendimiar. Mi hermano que ya estaba zapateado no necesitaba ir de pareja con mi madre. Esa temporada sería a mí, al que sacara de culero.
Imaginaba que trabajar en el campo era duro, pero no tanto. Casi todas las mañanas hacía frío, las cepas estaban llenas de escarcha y meter la mano entre las pámpanas era peliagudo. Mi madre se afanaba en acabar pronto su cepa para venirse a la mía. “Vamos que no muerden” me decía en voz baja. Después me animaba: “Sé fuerte y aguanta que el primer hilo es el peor”. Y no quiero ni acordarme de cuando llovía y el manigero nos aguantaba en el tajo hasta que estábamos chorreando. Menos mal que eso ocurría poco. Lo normal en esas fechas era que a media mañana hiciera muchísimo calor. Momento perezoso que mi madre resolvía dándome almendras peladillas. Me las dosificaba de una en una hasta la hora de comer. Cuando pillaba lejos el remolque para descargar, mi hermano me sacaba alguna espuerta que otra, aunque yo me negaba. No quería quedar como un blando ante toda la cuadrilla. Además el peso no era mi problema, lo más duro para mí era doblarme y cortar las uvas. En aquel código de honor, no estaba permitido ponerse en cuclillas. Aún recuerdo lo mucho que me dolían los riñones sobre todo al caer la tarde. A última hora cuanto más larga era mi sombra, más largo era el hilo para llegar a la punta. Confieso que empecé a odiar a mi padre por la maldita obsesión de comprar una viña, sabiendo él mejor que nadie lo mucho que había que penar.
Pero a él le daba igual lo que yo pensara y lo que yo sufriera. Encima, el dinero que ganamos aquel año mi madre, mi hermano y yo, se lo apropió como algo natural. Le vino muy bien para reunir la cantidad que le faltaba. Se salió con la suya. Había una postura en venta a un precio razonable a la que ya le había echado el ojo. En menos de una semana hizo el trato y la compró.
Lo perdoné porque era mi padre y porque el pobrecillo daba saltos de alegría. Se lo tomó con ganas. Trabajando como trabajaba, de sol a sol durante toda la semana, estaba como loco por que llegara el domingo para irse a trajinar a su viñeja.
En época de injerto, a mi hermano con catorce años y a mí con doce, nos hacía madrugar a las siete de la mañana para ir a echarle una mano. A mí me llevaba de paquete en la moto. Mi hermano nos seguía detrás con la bicicleta. Había tramos del camino, arenosos, donde patinaban las ruedas y era inevitable pasarlos andando.
Aquella navidad nos trajeron los reyes dos azadones un poco más pequeños que el suyo. Con uno de ellos, mi hermano descubría la planta para que mi padre la injertara y luego yo detrás con el otro la iba tapando. Tenía que hacer el panete con mucho cuidado para no estremecer la púa. A cada momento, teníamos que escupirnos en las manos para que el astil se agarrara a los dedos. Al final siempre acabábamos con las manos sangrando. “Es la falta de costumbre”. “Mirad como yo no sangro” decía con sorna mi padre mostrándonos las suyas plagadas de callos.
De todas maneras, he de reconocer que si no era necesario, como desarmentar o cosas puntuales, no nos complicaba a nosotros. Él prefería irse solo a quitar sierpes o a abrir cepas con la satisfacción que le daba trabajar en lo suyo, aun quitándoselo de sus horas de descanso.
La viña dio su fruto. Llegó septiembre y la vendimia. El hecho de que tuviéramos nuestra propia viña no fue motivo de que no vendimiáramos ajeno. Ese año, tenía experiencia y lo llevé mejor. No rechistaba al despertarme por las mañanas y era consciente de que éramos pobres y había que arrimar el hombro en la economía familiar. Contaba chistes y cantaba coplas cuando iba el primero y el día del remate fue una juerga para mí. Me sentía orgulloso de haber estado la altura de mi hermano y de cualquier persona mayor.
Al fin de semana siguiente, tocó ir a lo nuestro. Bastó el sábado y el domingo para vendimiarla entera. Juntamos cuatro parejas con nosotros, mi abuelo, mi tía y dos de mis primos. En familia daba gusto vendimiar. Íbamos más pausados, sin carreras y sin el estrés de quedarnos atrás. Recogíamos del suelo hasta el último grano y los cigarros eran más largos y relajados. Recuerdo aquellos días de trabajo como dos jornadas de excursión en el campo. El tiempo acompañó y todos compartimos con mi padre la alegría de haber cumplido el sueño de su vida.
Una noche cuando los primeros fríos desnudaban los sarmientos de la llanura manchega, mi padre se presentó en casa con un sobre lleno de billetes.
–Es el dinero de la uva. Toma guárdalos en la caja de puros –le dijo a mi madre.
Mi madre, sin rechistar y sin mostrar el mínimo entusiasmo, los cogió y los guardó en el almario. Enseguida volvió a la cocina.
– ¿Qué te pasa mujer? ¿Es que no te alegras? Cualquiera diría que lo he robado.
Mi madre esbozó una sonrisa.
–Estoy muy contenta. Perdóname que no lo demuestre. Lo has ganado a fuerza de sacrificio con el sudor de tu frente, como todo lo que ganas.
–Entonces… no entiendo tu cara de enfado.
–Es que no tengo ganas de reír.
– ¡Alégrate mujer! Pronto compraremos otra viña y todo nos irá mejor.
Mi madre no pudo contener las lágrimas.
– ¿No te das cuenta que a mí lo que me hace ilusión es tener una salita de estar con un mueble bar, un tresillo y dos sillones?
– ¿Con dos sillones, dices?
–Sí, con dos sillones. Uno para que descanses tú y otro para que descanse yo.
Juan Santos
Muy buen cuento Juan, como ya te dije Muchas felicidades por tu premio.
Enhorabuena Juan !!
Si el principio es bueno (muy bien justificada la primera persona), el final lo es mejor (después de tanto trabajo el colofón es un buen descanso). Y no digamos el entremedio del relato. Un premio muy merecido, Juan.
Juan, me ha encantado tu relato. Utilizas un lenguaje muy preciso de algunas tareas del campo y de las herramientas que se usan y creas un ambiente sencillo y cálido que me ha tocado la fibra.
Enhorabuena, es un premio muy merecido.