Por Joaquín Correa Barco. Finalista de la VII edición del certamen Madrid Sky con el relato El chip tributario.

Fui al médico, al radiólogo en concreto, porque quería tener un recuerdo del encuentro, una fotografía en blanco y negro al menos, como esas que ellos hacen de nuestros huesos y nuestros órganos internos en láminas de plástico traslúcido.

Tuve que explicarle varias veces lo que quería y siempre negaba con la cabeza.

«Pero algo podrá hacerse antes de que lo olvide todo», yo insistía terco. «Ahora hay muchas técnicas modernas además de las radiografías: un TAC de mi cabeza, un escáner, algo… ustedes son los que entienden de eso».

«Es imposible, no insista, no se puede hacer una fotografía a un sueño».

Debí conformarme pues con reconstruir su recuerdo.

Como a él, a mí siempre me han obsesionado dos cosas: los sueños y el correr del tiempo. Nuestros tiempos habían sido diferentes. Él murió en el 86 y yo no lo conocí hasta dos años más tarde. (Me pregunto qué diablos había estado yo leyendo hasta entonces). Imposible nuestra coincidencia en el libro del tiempo, descartado tanto el presente de los vivos como el rígido ayer y el porvenir irrevocable, las posibilidades se reducían a encontrarnos durante un sueño.

Un jardín con una bifurcación de senderos fue el punto escogido por él para nuestro encuentro. Yo hubiera preferido otro lugar: una biblioteca infinita llena de libros de arena, una noche unánime sobre ruinas circulares, un punto que contuviese todos los puntos del universo, o, más terrenamente, quizás una quinta en Adrogué frente a un mate bien cebado donde hubiésemos podido conversar tranquilos.

Cuando lo tuve frente a mí, y descartada la multiplicación abominable a la que los espejos someten al hombre, lo primero que le pregunté fue si verdaderamente era él o acaso uno de sus muchos dobles: tal vez aquel que se sentaba en un banco frente al río Charles, en la Cambridge norteamericana, o en otro banco, este en Ginebra y a unos pasos del Ródano, o era por el contrario el de aquella tarde de Buenos Aires, la de llamada desde Estocolmo, cuando dejó pasar el Nobel por no cancelar una conferencia en la Universidad de Chile. (En fin, los suecos son así, no saben separar literatura y política, por eso hace tiempo que descreí de ellos).

«En los sueños nos es dada la capacidad de ser muchos y uno al tiempo», me respondió de esa manera críptica tan suya. «Quizás no sea yo. Al fin y al cabo, como una vez escribí, es al otro a quien le ocurren las cosas. Realmente no sé cuál de los dos es el protagonista de tu sueño».

«Es usted tal y como lo había imaginado. Se expresa igual que en sus cuentos,  poemas y ensayos», fue lo único que acerté a decirle.

«Aunque habite tu sueño no puedo sino decir lo que alguna vez dije o, si acaso, lo que alguna vez hube pensado sin llegar a escribirlo».

La emoción del encuentro truncaba mis palabras. La inminencia terrible del despertar las reducía a banalidades estereotipadas. «Usted elevó el cuento a la categoría suprema del arte. Pese a que negó tal posibilidad, inventó las más geniales metáforas. Supo dotar a cada sustantivo de su único y definitivo epíteto. Es sin duda para mí el mayor escritor en castellano del siglo XX y uno de los más grandes de todos los tiempos».

Él ahuyentó mis palabras con un gesto torpe, como el de aquel que espanta moscas o quizás un tiempo que con la edad se le hubiese vuelto muy pesado. «Yo no hice eso. Ahora estoy seguro de ello. Ya no creo en la invención de nuevas metáforas. Solo creo en aquellas que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado».

Recordé entonces la fantasía de Coleridge y quise pedirle la flor que atestiguase nuestro encuentro, pero ya era tarde.

«Nuestra conversación ya ha durado demasiado para ser la de un sueño», dijo, despidiéndose de mí con esas palabras que también había leído antes.

Nuestros caminos se bifurcaban. El debía seguir el suyo y yo el mío. Me ofrecí a acompañarlo, al fin y al cabo, él era ciego. Me dijo que no, que debía seguir solo, que además, en el reino de los sueños, ser ciego era más una ventaja que un inconveniente, porque los ojos sin luz son los que mejor pueden leer las bibliotecas de los sueños. Le pregunté por qué no podía seguir su mismo camino. «Por muchas razones», me dijo. «La principal, que yo ya estoy muerto y ya escribí demasiado. Vos, por el contrario, aún tenés tiempo para perpetrar nuevos escritos».

Calló por prudencia o por modestia la razón principal: que él era Borges y yo nunca podría serlo.

Joaquín Correa se reencontró con su faceta de escritor hace casi tres años después de veinticinco sin escribir una sola línea. Desde entonces perpetra libros con el ansia de un asesino en serie, consiguiendo por el momento, y pese a los muchos errores cometidos, escapar impune. Ha autopublicado la novela “La sangre de la tierra” y el libro de relatos “Materia de sueños”. Con Editorial Onuba publicó la novela breve “Paisaje desde un tren en movimiento” y acaba de publicar con Multiverso Editorial “La U.R.N.A.”, novela breve de contenido distópico. Próximamente la Diputación de Cáceres publicará su libro de relatos “Llamadas a cobro revertido”, con el que ha ganado el XXX Premio de Cuentos Ciudad de Coria. Sigue delinquiendo.

En el Certamen de relatos Madrid Sky cometieron el error de elegirlo finalista en 2020. Supieron rectificar a tiempo.

Por PDV

4 comentarios en «Fotografiando un sueño. Por Joaquín Correa Barco.»

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