Ayer publicamos el relato ganador del LXI CERTAMEN DE CUENTOS “GABRIEL MIRÓ”, titulado Cartas con membrete, de Joaquín Correa Barco. Hoy publicamos el relato El sofá, de Miguelángel Flores, que ha obtenido el segundo premio. Lo hacemos con el convencimiento de que los jurados de los certámenes lo tienen muy, muy difícil para elegir un relato ganador. Y si no lo creen, lean con detenimiento El sofá… y disfruten.
Miguelángel Flores, cordobés de nacimiento y sabadellense de crecimiento, fue parido en 1967 y justo 52 años después, en 2019 fue el ganador de la VI edición del certamen Madrid Sky con el relato El amor por la ventana. Es el menor de doce hermanos, lo que dice bastante de él, haber estado toda su vida rodeado de mujeres, dice el resto. Le bautizaron con dos nombres de tíos carnales y años atrás, en un ramalazo de autoafirmación, decidió convertirlos en uno solo, único y rotundo.
Es un soñador que escribe de oído microficción y teatro. Y siente que ambas cosas le dan la vida y se la quitan a partes iguales. También dirige aquello que escribe y, a veces, actúa. Todo lo suyo le gusta en este orden: escribir, dirigir, actuar, llevar su casa.
Ha ganado premios literarios en teatro y en microrrelato.
En 2014 la editorial Talentura publicó su primer libro de microrrelatos en solitario: De lo que quise sin querer.
En 2021 la editorial Bululú publicó su segundo libro: De dolor carmesí.
EL SOFÁ
LXI CERTAMEN DE CUENTOS GABRIEL MIRÓ
Miguelángel Flores
Se me cayó una moneda y fue rodando hasta meterse debajo del sofá. Al agacharme para meter el brazo y cogerla, busqué con los ojos y me quedé obnubilado. Hacía años que no miraba bajo un sofá. Ni siquiera el mío. Aquello es otra cosa. Es otro mundo. La vida ahí es diferente. Está quieta. Transcurre a un ritmo que no tiene ritmo. Transcurre detenido, como si lo frenaran. Uno se asoma y comprende muchas cosas que hasta entonces las amontonaba en las cosas pendientes de comprender. Allí todo es mucho más silencioso. Con un silencio de calidad, de convento, de pozo sin tormentas. De velatorio a las cuatro de la mañana. Del silencio que precede a un estornudo. No podía creerme cómo había podido pasar tanto tiempo sin mirar bajo mi tresillo. Pero nadie lo hace. El mundo entero está llenó de sofás a los que no se asoma nadie, la humanidad entera le pasa como puede la escoba o el aspirador, pero no se detiene, se agacha y mira. No.
Al volver la vista de nuevo el salón, se me antojó caótico, ruidoso, trivial. Cada vez que volvía a asomar la cabeza debajo, dejaba de oír la tele, la nevera, la cisterna del lavabo, el tráfico de fuera. El tictac de nuestro reloj horrible en forma de plato, con esa foto nuestra sonriendo tras las agujas. El caos entero del mundo. Estuve metiendo y sacando la cabeza hasta que me mareé de tanto mete saca.
Eso fue el primer día. Al siguiente, esperé a quedarme solo y, casi sin darme cuenta, por poco me cuelo entero. A partir de entonces, me asomaba cada vez que tenía oportunidad. Poco a poco, empecé a pasar más y más tiempo allí. Al volver, lo hacía satisfecho, pero lleno de remordimientos. Es difícil de entender, pero así era. Lo vivía felizmente arrepentido.
Un mediodía que mi mujer había de llegar tarde, pero llegó temprano, me pilló cuando me hallaba metido tan ricamente hasta la cintura. Ella me llamó por mi nombre y yo no la oí. Me llamó, me llamó y me llamó. Y yo no la oí, no la oí y no la oí. Al final tiró de la pernera de mi pantalón hasta acabar sacándome de allí. No es lo que parece, le dije. Lo juro. Luego se mantuvo toda la tarde vigilante y pensativa. Y yo no podía apartar de mi mente esa frescura que corría debajo de donde nos hallábamos sentados. Por la noche, ya no pudo más. Ni yo tampoco. No sé qué hacías, dijo sin girarse a mí, y tampoco sé si quiero saberlo.
Entonces, comencé a hablar despacio y como susurrando. A contarle de esa otra vida a la que nunca nos asomamos. Animándome y dispuesto ya a todo, casi le hablo de un discurrir infra sofalítico de blusas estampadas de colores y bolsos perdidos, pero nunca robados. En el que los jarrones son irrompibles y con tanta asimetría como quieras. Donde hay legumbres de proximidad y otras ecológicas, a precio normal. En el que no faltan señoras con abanicos desfasados, que recuerdan a nuestras tías perdidas, y hasta camioneros con calcetines de ejecutivo, aunque sea invierno. Que el salario mínimo interprofesional está bastante bien. Que no hay hipotecas ni préstamos, ni policías de paisano. Y contarle, a ella, que le dan tanto miedo las alturas, que allí las norias giran, pero dan vértigo al revés, que dan el gustirrinín justo cuando estás abajo. Eso podía haberle explicado y dibujarle un mundo perfecto a su medida. Pero todo habría sido absolutamente inventado. No era justo y no se lo merecía. Además, ella nota enseguida cuándo miento.
Así que, le fui describiendo nada más que la pura verdad. Y comencé con que bajo el sofá corre una brisilla continua que te refresca la mirada y las axilas. Aunque yo sé que en realidad solo es la dicha, que se parece mucho al fresquito. Y mientras le hablaba cada vez más entusiasmado de todo ello, dejó de oírse mi voz, pero ella me escuchaba igual. Y yo gesticulaba lo mismo, con mucho énfasis y entrega. Y sobre nuestra imagen charlando animadamente, comenzó a sonar una música de violonchelo, que fue llenando poco a poco todo el silencio y el espacio de la habitación. Y cualquiera, que quisiera asomarse, podría vernos por la ventana como si fuéramos la escena de una película de esas polacas. O checas. Entonces, mi mujer frunció el ceño, se levantó y fue a bajar la persiana y cerrar las cortinas. Deteniéndose con ello también la música. Al sentarse de nuevo junto a mí, nos quedamos por un rato callados. Al menos por fuera.
Luego, aún en silencio, nos acostamos y, sin venir a cuento, hicimos el amor como si fuera la primera vez en nuestras vidas. O la última. Después, en el reposo, mirando el techo sin verlo, porque ya habíamos apagado la luz, me dijo a oscuras, quiero ir. Entonces, encendí de nuevo la lamparita, la miré, la besé, me besó y volvimos a hacerlo, pero esta vez sí se vio venir el cuento, como si fuera la última vez de nuestra existencia. O la primera. De alguna manera ese descubrimiento nos estaba despertando un afán hambriento de redescubrir. De redescubrirnos. Y ahí estábamos. Iniciando una reconquista desde la cama. Como nunca antes. O como siempre después.
Lo peor de todo era contárselo a nuestros hijos. Estaban en esa edad tonta de arenas movedizas por dentro. Se lo explicamos una noche que cenábamos sopa de maravillas. El mayor nos miró y dijo que si era lo que queríamos, que guay, pero que con él no contáramos, que ahora por fin tenía novia. Sara, una cría también de trece años. El pequeño, que no levantaba la mirada del plato, contestó: mamá, no me gusta esto que flota. Se refería a los trocitos de zanahoria. Mi mujer me miró desolada. No te preocupes, le dije, cogiéndole una mano, de pequeño yo tampoco soportaba las verduras.
El día que decidimos que íbamos a meternos sí o sí, ella se despidió de su madre, que vive a tres calles; de los vecinos, que viven en la misma; de los amigos, que están repartidos por varias. Pero no les dijo la verdad, claro. Les explicó que nos íbamos una temporada a África, a hacer al camino de Santiago a la vendimia. Tal cual me lo contó. Que no se lo había preparado mucho y le salió así. Todo junto. Que nadie puso objeción. Y, claro, yo menos. Qué más daba.
Como las despedidas estaban siendo tan duras, para nosotros, sobre todo, que sabíamos que eran por siempre, con los niños nos sentimos incapaces. Así que, nos fuimos sin decirles adiós y sin que se percataran. Aprovechamos que miraban embelesados la tele, sentados en el propio sofá, para escabullirnos. Para cuando se dieran cuenta, andaríamos ya muy lejos, justo debajo de ellos.
Hoy día son lo único que añoramos en esta dicha sin cuartel, esta liberación desmedida que nos invade continuamente y sin tapujos. Mi mujer tiene la esperanza de que un día pierdan algo y se asomen y entonces, curiosos, decidan colarse también. O que quieran merendar y nos busquen, y buscando, buscando, lleguen hasta aquí. Si es así, ahí estaremos, su madre y yo, para acogerlos con los brazos abiertos y hacerles bocadillos de lo que quieran, que aquí no falta de nada. Pero yo sospecho, aunque no se lo digo, porque no tengo ningún derecho a socavar su fe individual de madre, que es más probable que, antes que seguirnos hasta aquí, ellos también encuentren un día su propio sofá en la vida, por el que colarse y lo hagan.
Miguelángel Flores
Segundo premio del LXI certamen de cuentos Gabriel Miró
Miguelángel Flores, solo puedo decirte que me has dejado con la boca abierta. Un relato original, divertido, y con muchas interpretaciones. Gracias.
Fantástico relato. Cuántas dimensiones nos descubres en contextos de lo más cotidianos. En adelante, cuando barra debajo del sofá tendré cuidado en no causar un destrozó irreversible.
Un premio muy merecido.
ENHORABUENA MIGUELÁNGEL.
Hasta ayer, cuando miraba debajo del sofá solo veía pelusas. Hoy lo he levantado un poco y me ha parecido ver movimiento ahí abajo. Mañana a lo mejor le digo a mi mujer que mire ella. Me han dado escalofríos. O quizá no y lo dejamos como está.
¡Qué maravilla!
Bonita historia donde la la fantasía y la irrealidad nos abren un camino de esperanza para aliviar nuestras miserias más humanas.
Es un placer volverme a leer en esta casa, que es casi mía, o así me lo hacéis sentir. Gracias, Manuel.
Gracias a todos por vuestros comentarios. Es un gusto saber cómo sienta cada cosa que uno escribe. GRACIAS.
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