Felicitamos desde estas páginas a Domingo Jiménez Lacaci, ganador del segundo premio en el XIX certamen literario convocado por el ayuntamiento de Iznájar con un extraordinario cuento titulado el Guardamuebles, que publicamos a continuación. Domingo Jiménez Lacaci fue segundo premio en la VI edición del certamen Madrid Sky en 2019, en 2020 ha sido finalista del certamen de microrrelatos Relatos en Cadena, convocado por la cadena SER.
ACTA DEL JURADO
XIX CONCURSO DE RELATO CORTO Y MICRORRELATO
En la localidad de Iznájar a las 18:00 horas del día 10 de junio de 2020, reunido el jurado encargado de fallar el XIX CONCURSO DE RELATO CORTO Y MICRORRELATO, que convoca el Excmo. Ayuntamiento de Iznájar y la Empresa Publicidad el Castillo, compuesto por doña Manuela Díaz Lazo, doña Francisca Ramírez Díaz, don José Mª Molina Caballero y don Francisco Martos Muñoz; tras el análisis de los 357 textos presentados al concurso deciden el siguiente fallo:
MODALIDAD A. RELATO CORTO: Otorgar por unanimidad el SEGUNDO PREMIO DE LA CATEGORÍA ADULTOS, dotado con 200 €, al texto titulado “El guardamuebles” que firma con el seudónimo Ernesto de Soto y que corresponde a D. Domingo Jiménez Lacaci, residente en Pozuelo de Alarcón (Madrid).
Otorgar por unanimidad el PRIMER PREMIO DE LA CATEGORÍA ADULTOS, dotado con 400 € y publicación del relato (50 ejemplares), al texto titulado “En fin” que firma sin seudónimo y que corresponde a D. Rafael del Campo Vázquez, residente en Córdoba.
EL GUARDAMUEBLES
Segundo premio XIX certamen literario de Iznájar
Domingo Jiménez Lacaci
Mi matrimonio no estaba muerto. Ni vivo. Simplemente no estaba. Tras los entusiasmos iniciales, Enrique había actuado conmigo como con el resto de sus aficiones. Un fuego abrasador al principio, luego una progresiva pérdida de interés y finalmente una indiferencia total. Lo mismo con el golf, con la guitarra, conmigo. El aburrimiento me aplastaba mientras nuestra relación se había quedado en una vía muerta, y yo era el maquinista al que se habían olvidado de recoger al abandonar el tren. Solamente su agencia de viajes permanecía siempre allí, como un decorado de fondo en su vida. Era un buen negocio que le llenaba toda la jornada y le hacía viajar constantemente.
Yo había estudiado Derecho sin haber ejercido jamás, y a mis cuarenta y cinco años no me iba a poder reenganchar fácilmente a la vida laboral. Por eso me intentaba entretener en insípidas comidas con las esposas de matrimonios amigos, pero cada vez se me hacían más cuesta arriba aquellas sobremesas hablando de niños, compras, suegras y cuñadas. Volvía a casa y me encerraba en mis libros, y entonces, por primera vez en el día, abría mi jaula de oro y salía a volar como un gorrión, a vivir mundos y vidas ajenas, a elevarme sobre la ciudad y su demoledor gris constante.
Una tarde, fumando en el salón el único cigarro que solía fumar y que luego negaría haber fumado, miré los suelos, las paredes, las cortinas y tomé la decisión. Después simplemente puse música de Miles Davis hasta su llegada. Pasadas las diez de la noche, entró por la puerta, me besó como haber besado a una cortina y se derrumbó en el sofá abriendo una lata de cerveza.
—Enrique, quiero darle otro aire a la casa. ¿Recuerdas las ideas que tuvimos al comprarla? —le dije dejándole un sándwich sobre la mesita.
—Uffff —resopló mirando al techo—. Es cierto, Sandra. ¿Pero de verdad te ves con ánimos? Recuerda. Seis meses fuera de casa en opinión del decorador.
Se resistió como pudo, pero en dos días ya había claudicado. El constructor nos confirmó el medio año de plazo y empecé a buscar guardamuebles. Vinieron tres a dar presupuesto. El tercero no me dio el mejor precio, pero me impresionó por su aplomo. Julio estaría en los sesenta. Alto, huesudo, pelo corto canoso y fina nariz aguileña. Un hombre de pocas palabras. No te vendía su empresa como los otros dos charlatanes. Al contrario, su ligero desdén al relatar sus servicios me causaba curiosidad y al mismo tiempo, la parca forma de expresarse y sus movimientos seguros entre mis muebles me transmitía una extraña sensación de solidez. No esperé y esa tarde firmamos el contrato. Se entretuvo en fotografiar minuciosamente toda la casa para adjuntar las fotos al inventario. Fijamos la fecha del traslado en dos semanas.
Al día siguiente empecé a empacar en las cajas que trajeron, con Enrique asistiendo como un espectador desganado al que le hubieran regalado entradas para la función. Me obsequió unos cuantos ratos sueltos en fin de semana y de nuevo volvió a su mirada de lubina con su indiferencia más absoluta. Y al final, llegó el día. Todo a los camiones, y luego al guardamuebles en un polígono del extrarradio. Y Enrique y yo, con la ropa de una temporada a un apartamento amueblado no muy lejos de su agencia.
Al cuarto día, claro, ya estaba echando de menos cosas que se habían ido en las cajas. Llamé al guardamuebles y me cogió el teléfono Julio. Su voz era igual de sólida que su aspecto. Me dio la dirección y me fui al guardamuebles a media mañana. Quería llevarme media docena de libros, y esas cajas estaban en un sitio complicado. El propio Julio se subió a una escalera para bajarme las cajas. Se apartó mientras yo, agachada, iba sacando libros. Julio miraba en silencio apoyado en la estantería metálica.
—En esto ya no puedo ayudarla, lo siento —dijo a mi espalda—. Lee usted mucho, ¿no?
—Debería leer aún más. Leyendo se viven muchas vidas y quizás una de las que aún no he leído sea como la mía —dije volviéndome hacia él.
—¿Y para qué querría haber leído su vida?
—Para cambiarla –contesté arrepintiéndome al instante. Julio quedó inmerso en un silencio reflexivo. Cuando acabé, subió las cajas arriba.
—Venga conmigo si quiere lavarse. Puedo ofrecerle un café —dijo limpiándose sus manos de dedos largos.
—Sí a ambas cosas. Así no me puedo ir —dije enseñándole las manos llenas de polvo.
Le seguí por largos pasillos llenos de puertas hasta llegar a su oficina. Me ofreció su cuarto de baño. Al salir, ya tenía preparadas dos tazas de café. Hablamos de vaguedades, y al poco, con la economía de palabras habitual, me contó que había vaciado tantas casas, que se distraía imaginando y reconstruyendo las vidas que se habían vivido en aquellas viviendas con lo que había visto, su entorno, las fotos que tomaba.
—¿Y en la mía qué ha visto? —le pregunté
—¿La verdad o lo que debiera decir? —me dijo tras un silencio que presagiaba oscuridad.
—La verdad, por favor. Ya no tengo edad para que me hagan la carta a los reyes magos.
—Eso en el segundo café, ¿de acuerdo? Si es que lo hay, claro, aunque sospecho que lo habrá viendo su relación de dependencia con sus libros.
—Me parece bien —dije, creo que algo ruborizada—. Eso sí que lo ha sabido leer bien.
—Edmundo de Amicis dijo que una casa sin libros es una casa sin dignidad. Prefiero haber visto libros a porcelanas de Lladró —dijo, y por primera vez, las comisuras de sus labios se elevaron en lo que pudo ser una sonrisa. Me acompañó a la salida, y al despedirnos, su mano se quedó un casi imperceptible segundo de más sobre la mía.
Hice por olvidar el asunto, pero a las tres semanas, con Enrique en El Cairo, bajé la guardia, rendí las armas, y le mandé un mensaje al móvil. Necesito dos libros más. La respuesta no tardó mucho. Sin problema. Pasaré toda la tarde aquí. El sol caía suavemente sobre las naves cuando llegué al guardamuebles. Todo fue muy parecido. Otra vez la escalera, las cajas, la oficina. Julio preparaba el café mientras yo miraba por la ventana hacia la calle. Fuera, el crepúsculo lo llenaba todo. Y dentro, el olor a café recién hecho. Le presentí detrás de mí y el olor a café se acentuó por la cercanía de la taza y de su propio cuerpo. Escuchaba su respiración pausada y potente, pero seguí mirando por la ventana sin volverme.
—¿Qué vio en mi casa, Julio? —dije aun dándole la espalda, y se produjo un largo silencio.
—Una mujer abandonada —y el silencio se prolongó aún más. La bola inflamada del sol caía en ese momento bajo el horizonte. Sentí su mano grande apoyarse en mi hombro como un aleteo, y moverse muy suavemente hasta mi nuca. Allí sus dedos irresistiblemente lentos se trenzaron con mi cabello. Su boca llegó después, mezclada con la luz rojiza y la tarde entera se hizo calor, susurros y café derramado.
Nos vimos varias veces más. Siempre en un hotel tras comer juntos. Estaba casado en una relación cómoda y fría en la que los hijos habían volado hacía tiempo. Yo reverdecí como nunca hubiera creído poder hacerlo. Y Enrique lo notó en alguna de sus vueltas de viaje. Me preguntó por mi cambio de humor. Le conté que me había apuntado a Pilates y que me estaba sentando muy bien para mis dolores de espalda. Le pareció una buena explicación, me miró, esta vez con cara de trucha, y siguió contestando correos desde su móvil. Al mes y medio, tumbada sobre el pecho sólido y silencioso de Julio en un hotel junto al guardamuebles, le dije que me pesaba aquella habitación sin alma y el baño gélido con jabones envueltos en papel celofán. Toda la relación era tan cálida, tan plena que el escenario siempre le acababa quitando calidad. Escuchó y asintió. Tienes razón, fue su único comentario.
Tras dos semanas sin verle porque decía tener mucho trabajo, recibí un mensaje. ¿Hoy?, me decía como único texto. Estoy deseando. ¿A las tres a comer donde siempre?, le contesté. Para conocer a la gente hay que ir a su casa (Goethe). A las tres donde siempre, me dijo. ¡Pues para conocer la mía te quedan como poco tres meses!, acabé tecleando sin comprender muy bien el significado de su frase. Quizás no, contestó enigmático. Tras comer, me llevó en su coche, pero pasó de largo el hotel y siguió hasta el guardamuebles. Shhhs me dijo con el índice en los labios cuando le pregunté a dónde íbamos. Tranquila, fíate de mí, me insistió. Recorrimos la sucesión de largas naves hasta llegar a la última. Su mano cálida guiaba la mía por los pasillos. Abrió la puerta y me invitó a pasar aún a oscuras. Encendió un mechero y me señaló un interruptor en la pared. Conecté la luz.
Delante de mis ojos apareció mi casa ¡Julio había reproducido mi casa entera! Con las mismas medidas y la misma distribución. Muebles, estanterías, alfombras. Había desembalado mi casa y la había vuelto a reconstruir entera en aquella nave. Las paredes eran paneles de madera pintados de los mismos colores. Los libros estaban todos en sus sitios. Las ventanas eran huecos en la madera con cortinas que albergaban luces tras la tela. El techo tenía la misma altura. Girando una rueda simuló con las bombillas el día y la noche tras los visillos. ¡Era increíble! Solo la cocina y el cuarto de baño de mi habitación eran una emulación de urgencias, pero con todas las comodidades. Este último tenían un pequeño cartel que decía: WC Provisional. Trabajamos para usted. Disculpen las molestias. Yo no podía hablar. Con las manos en la boca, reía y gritaba de admiración. ¡Pero Julio! ¡Julio, qué has hecho!, le repetía una y otra vez. Él fue al salón, puso uno de mis discos de jazz, y luego me condujo muy suavemente hasta mi habitación donde la cama de matrimonio, de mi otro matrimonio, estaba abierta esperándonos. Pero ahora sin Enrique leyendo el iPad.
La situación cambió. A partir de ese día, la que apenas estaba en casa era yo. En la alquilada junto a la agencia, claro. Pero no salía de mi casa desembalada. Julio tenía muy buena mano para cocinar. Sobre la una se metía en la cocina provisional y se encerraba allí porque decía que cada día debía ser una sorpresa. Mientras tanto yo me entretenía paseando mi casa, leyendo y al final poniendo la mesa con la vajilla de mi madre. En la sobremesa veíamos películas en el sofá arropados con mi manta favorita. Dormíamos la siesta y luego salíamos a dar un paseo por el campo. A la caída de la tarde, nos encerrábamos en la habitación estallando de deseo hasta que el hambre nos detenía para cenar. O dormíamos sin más hasta el día siguiente. No recordaba haber sido nunca tan feliz. Y entretanto Enrique en Cancún. O en Laponia. O en Alaska.
Pero al final, la obra se estaba acabando. Cuando la visitaba con Enrique, veía con horror cómo el contratista estaba a punto de terminar. Solo se me ocurrió que no me gustaba el suelo. Ese suelo es horrible, es tristísimo, dije. Pero si lo escogiste tú, me contestó boquiabierto. Pues me equivoqué, Enrique, me equivoqué. Perdóname, cariño, lo siento, pero es tan oscuro. ¿Por qué no le dices al contratista que lo cambie a aquel crema que nos gustaba al principio? Es para muchos años, Enrique. Y puse la cara más desvalida que fui capaz. Enrique estuvo medio minuto mirándome en silencio. Apretaba los labios tanto que se le pusieron blancos. Al cabo, solo dijo: vale, espérame en el apartamento. Pasada una hora me llamó por teléfono. Me dijo que iban a ser unos cuarenta días más porque el material venía de Italia. Levanté el puño en un silencioso triunfo en medio de aquellos muebles soviéticos alquilados. ¡Bien!, dije para mis adentros. Gracias, Enrique, eres un sol, dije para mis afueras.
Pero también los cuarenta días pasaron en el guardamuebles en medio de una felicidad aún más intensa por haber sido batallada y conseguida, y como ya no podía tensar más la paciencia de Enrique, en una visita solitaria a la obra, metí un cascote de yeso en el tubo de la acometida de gas, aún sin conectar. Una semana más tarde, el técnico de la compañía no fue capaz de dar suministro a la casa. Gané dos semanas más de cenas semidesnudos y películas en la cama. Pero al final, el día llegó.
Yo estaba de pie en el salón de mi casa fingida en el guardamuebles. Julio me abrazó por detrás y me besó la nuca. A la mañana siguiente tenía que volver a embalarlo todo para poder montarlo en mi otra casa el día pactado con Enrique.
—¿Qué hacemos? —me preguntó al oído en un susurro.
—No quiero volver —dije solamente.
—¿Estás segura?
—Es de lo único que estoy segura —y recorrimos el pasillo besándonos dejando un reguero de ropa hasta mi habitación.
El primer golpe para Enrique fue tremendo, a pesar de desconocer todo lo ocurrido en el guardamuebles. Eso se lo ahorré por no ahondar innecesariamente en la herida. Reaccionó como si yo realmente le hubiera importado. No quise entrar en grandes discusiones con él. No le dejé opción. No quería hacerle daño, pero si aquello se alargaba solo íbamos a conseguir que todo el proceso fuera aún más penoso, así que precisamente por eso le di la decisión como definitiva e irrevocable. Al final, en la misma mañana convirtió sus palabras amables de primera hora intentando hacerme reflexionar en un sonoro “zorra desalmada” pronunciado justo antes de irse a comer. La mujer de Julio se lo tomó aún peor. Le organizó un escándalo bastante serio, solo algo inferior que el que me organizó a mí la tarde que vino a verme a casa. Y ambos a su vez fueron superados por el que tuvimos una semana más tarde con los dos hijos de Julio. Yo aguantaba como podía aquel crescendo de gritos e insultos. Él, sin embargo, lo combatía con su habitual parquedad de gestos, que esta vez fue muy poco apreciada. Hacia el final del chaparrón les dijo a ambos que ante todo tuvieran claro que los quería mucho, y ellos, como si lo hubieran ensayado, le mandaron simultáneamente a la mierda. En estas circunstancias, la policía no lo tuvo fácil cuando a las dos semanas se produjo el incendio. Había tantos candidatos, que jamás se pudo saber quién lo había provocado. Nosotros pudimos ver las llamas al salir del supermercado donde habíamos hecho la compra. Julio vio el resplandor enrojeciendo la noche en la dirección del guardamuebles y comprendió al instante lo sucedido. Lo han quemado todo, dijo. Vamos a necesitar los planos y las fotos. Mañana volveremos a por ellos. Ahora vámonos a un hotel. Y no dijo más.
Con la parte del seguro que no se quedó la mujer de Julio, cambiamos de vida, de ciudad y de ritmo. Con la venta de la parcela del guardamuebles Julio nos aseguró a ambos unos cuantos años sin preocupaciones. Y después ya se verá. Ni idea en este momento. Ni tampoco me interesa. En un pueblo pequeño y pobre de la costa alquilamos una casa de pueblo llena de ventanas junto al mar que había sido una antigua cooperativa de pescadores, y Julio con su carpeta de planos chamuscados, volvió a reproducir mi casa, ahora ya nuestra casa. Los muebles son parecidos a los que se quemaron, algunos más, otros menos. Y lo mejor es que ya no tiene que simular el día y la noche con bombillas y cartulinas de colores. Ahora la luz que entra por las cortinas es la del Mediterráneo. Seguimos disfrutando de un ritmo vital ralentizado. Lo que antes en nuestras otras vidas nos costaba un día, ahora nos lleva prácticamente la semana. Y estamos trabajando para ver si llegamos a dos. Los silencios y el tiempo interminable llenan las habitaciones y nuestras vidas. Su pecho cincelado recorre la casa como el mascarón de proa de un galeón que siempre navega con rumbo a mí. Va cada mañana al mercado y trae pescados con los que nos regalamos una pequeña fiesta a mediodía mientras la luz del sur traspasa la copa de vino blanco sobre la mesa. Después, el reloj del tiempo se nos traga a los dos con su enorme boca de engranajes y nos empuja al sopor lento de una siesta. Allí los minutos se convierten poco a poco en horas y la luz del sol cayendo tras la línea del horizonte va tornando en un resplandor anaranjado contra la pared. Luego Julio sale a pasear por la playa. Y yo leo en mi casa, y fumo cuando leo. Y también cuando no leo. Y no tomo cafés con esposas de nadie, ni nadie me cuenta de sus cuñadas. Pero espero a que él vuelva cada día con la misma urgencia con la que necesito respirar. Y cuando vuelve, al caer la noche, bajo el dintel de la puerta me trenza el pelo con sus dedos largos y luego, me lleva dentro, y apenas habla mientras nos devoramos con hambre de escualos.
D. J. Lacaci
Enhorabuena Domingo. Me ha encantado el relato. Gracias.
Enhorabuena, Domingo!! Un bonito relato sobre segundas oportunidades.
Felicidades Domingo. A veces la vida da oportunidad a reparar los errores.
¡Muchas gracias por vuestros comentarios! Abrazos para todos
Me encantó el relato. Se disfruta de principio a final.