Por: José Sáinz de la Maza
La tarde de ayer la dedicamos al análisis de la obra de Thomas Wolfe ‘El niño perdido’. Se trata del relato de cómo una familia queda marcada por la temprana muerte de uno de sus miembros, Grover, el niño pedido, que fallece a los 12 años víctima de tifus. La historia se sitúa a comienzos del siglo XX, con el telón de fondo de la Exposición Universal de San Luis, en el profundo Estados Unidos en que creció en autor. Thomas Wolfe nos presenta una novela con tintes de biografía e incluso autobiografía, ya que el pequeño Grover Wolfe fue el joven hermano que perdió el autor cuando éste contaba apenas cuatro años y la historia que nos traslada es la de cómo él y su familia perdieron, como si se lo hubieran desgajado, uno de sus miembros más queridos.
Como siempre que analizamos textos, su estudio de cara al debate interno, se reparte entre los miembros del taller conforme con los elementos integrantes del relato. Se empezó analizando el elemento ‘narrador’, uno de los más sobresalientes de esta novela. Las cuatro partes de la obra tienen narradores y fórmulas expresivas diferentes. Empieza con una tercera persona que en ocasiones traspasa el límite de la omniscencia, mostrándonos a Grover el último año de su vida mientras recorre la plaza donde se encuentra el negocio de su padre. La segunda y tercera partes, contadas por la madre y hermana de Grover, son soliloquios que evocan su recuerdo, rememorados más de treinta años después de su muerte, dirigidos, sin que su presencia narrativa se manifieste, al propio autor, al hermano pequeño, a Thomas Wolfe, recordándole al mismo tiempo, su pequeñez ante la altura inalcanzable de Grover. La cuarta parte es un relato en primera persona contado por el propio escritor, que nos conduce por las calles de San Luis hasta llegar a la habitación en la que murió su hermano.
Cuatro narradores, cuatro caras, cuatro voces, una composición que tiene algo de cubista aunque, durante el debate se observó la sugestiva posibilidad de que fueran tres, pensando que el propio Thomas Wolfe no sólo fuese el narrador de la parte cuarta, sino también de la primera. Se dibujaría así un círculo, un comienzo y un cierre que se encuentran, un hermano aún vivo y su final, presentado como la necesidad vital de enterrar al muerto y de cauterizar por fin la herida.
El espacio es otro de los elementos destacados de la novela. Los espacios que se nos presentan enmarcan, al mismo tiempo, los episodios de la vida de Grover. La plaza vívidamente descrita siguiendo sus pasos nos muestra la personalidad tal vez idealizada del niño. Sus valores, sus miedos, lo que siente íntimamente ante imágenes y olores, sus gustos y anhelos se exhiben magistralmente conforme desfila ante los escaparates de las tiendas, en el empedrado del suelo, en tranvías y carromatos y en la gran fuente que se yergue en su centro. Un delicioso travelling y nunca, como en este caso, ha tenido más razón Godard al afirmar que un travelling es una cuestión moral. Otro espacio, el del tren del viaje a San Luis que evoca la madre nos presenta a un niño tempranamente maduro. Un muchacho reflexivo y tranquilo que complace y enorgullece a una madre hastiada de sus otros hijos y de su revoltoso tumulto. Los demás espacios, el restaurante de mala muerte al que acude de escapada con su hermana, las calles y andurriales de San Luis, la casa alquilada al doctor Packer, perfilan al personaje y lo enriquecen. Pero de todos los espacios que fuimos descubriendo y poniendo en valor, el más entrañable y evocador tal vez fuera el los cristales que jalonan el relato ante los que el pequeño Grover aplastaba su nariz en busca de una vida que no llegará a disfrutar.
Los personajes están perfilados con magistral finura, especialmente en la primera parte, cuando descubrimos a los dueños y empleados de las tiendas de la plaza. Los sentimos vivos y aunque en la mayoría de los casos ni siquiera los oímos, el trazo de sus rasgos, sus maneras y movimientos, el modo en que los vemos, por ejemplo, manejar sus asuntos, nos dicen todo sobre ellos, los tenemos ante nuestro ojos y los reconocemos. Por otra parte, la madre, la hermana, sus tics, sus filias, el juego de las preferencias que se hacen evidentes y apuntan al predilecto, un hijo y hermano que no es el autor, Thomas Wolfe, de hecho, aparece minusvalorado. Hubo acuerdo en que esta actitud le molestó y que de alguna manera casi imperceptible, sólo sugerida, se entrevé cierto rencor, un reproche ensordecido, semioculto entre los párrafos del texto. Esta también Grover, el personaje principal, casi sin voz propia, al que vemos a través de fragmentos, de cubos que se ensamblan a través de los distintos narradores. Sin embargo, de todos los personajes, el que al final reconocimos como el que más nos conmovió, fue curiosamente, un viejo caballo. Un pobre animal que soportó impertérrito una terrible tormenta, imagen perfecta de una noble mansedumbre, de una estoica y majestuosa quietud.
Cuando tratamos de poner sobre la mesa los hilos de trama aparecieron algunas muy sugestivas: el débil y la justicia divina, los olores y su potente mensaje, los tranvías y trenes con ese aroma de las traviesas de los carriles impregnada de grasa y hollín, el viaje como motor del cambio. Uno destaca sobre los demás y los cohesiona, la muerte. Una muerte que vemos implícita en muchas imágenes, como las de la funeraria o el piano de la tienda que se compara con un ataúd o el piano familiar bajo el que se esconde Grover en un prematuro anuncio de su muerte o las lápidas y esculturas del taller del padre.
¿Y el tiempo? Todos advertimos la importancia del tiempo en este relato. Se habló de un tiempo detenido ante el hecho de la muerte y del consiguiente recuerdo del fallecido. Un recuerdo que tiene, por otra parte, su propio tiempo, un recuerdo que con el paso de los años altera los acontecimientos, engrandeciendo aún más al recordado, añadiendo episodios que quizá no ocurrieron. Un tiempo global, se dijo, el de la muerte de Grover que acoge bajo su seno los otros tiempos, los parciales y concretos de los episodios que se cuentan.
Y todo esto, aunque parezca mentira, ocurrió en sólo dos horas, incluyendo un descanso de unos diez minutos para el panchito, la almendra y la cerveza. Y luego dicen que la literatura es cara.
Un perfecto ejemplo de como una crónica consigue enriquecer una tarde de taller, ya de por sí, espléndida.
Enhorabuena y gracias Jose.
Magnifico análisis José, desde luego tu pluma ha enriquecido y clarificado lo dicho en el taller, yo creo que para los análisis no hay porqué repartir las tareas, que lo haga todo José que lo hace de maravilla.
Leyendo esta crónica tan completa y rica en matices, he aprendido cosas y siento consuelo de no haber asistido a la clase, pero según lo cuenta José, vivirlo en directo, debió de ser extraordinario.
Un gran análisis, Jose.
Esta crónica es una joya. Gracias , Jose.
Qué bonito, Jose. Estupenda inmersión en toda la riqueza de la novela.
Cada día el listón más alto, qué barbaridad.
Otra crónica para enmarcar.
Una fotografía, un viaje a Saint Louis bordeando el río que atraviesa la luz que viene y se va en busca de un niño perdido en la nebulosa de una muerte prematura.
Una tarde difícil de olvidar.
Gracias, Jose por la estupenda reseña que nos has regalado.
Precisa, elocuente, emotiva, perspicaz… ¿Hablo de la novela de Thomas Wolfe? Podría pero no, describo la crónica de José. Un lujo.