Por: María Sánchez Robles
Me une con “Muerte en Venecia” una historia curiosa que me permitiré recordar hoy. Tal vez estábamos en el año 2003 o 2004 cuando la obra de Visconti llegó a mis manos. Un buen amigo mío, que era amigo de mi cuñado en realidad, y me saca unos quince años por lo menos, me la prestó bajo la premisa de “Tienes que verla”. Y la vi. Y reconozco que me quedé descafeinada. Por aquellos días yo devoraba películas y había visto “Blow up”, o “La dolce vita”, y “Muerte en Venecia” me había parecido larga, densa, quizá abrumadora, “poco moderna”. Se la devolví y tuve que ser sincera (con diecinueve o veinte años es muy difícil disimular), y él me contestó: “Eres demasiado joven. Ya verás cómo no te parece lo mismo cuando tengas más años”. Hoy, con bastantes años más, el capítulo que hemos analizado en clase de la obra maestra de Thomas Mann me ha resultado excepcional. Esa búsqueda de la belleza, efímera y escasa, y de un mundo que desaparece, me transporta a mundos lejanos.
Venecia, como París, son dos de esas ciudades cuyos nombres encierran no solo un lugar, un conjunto arquitectónico, un pasado histórico, sino sobre todo una metáfora. “Siempre nos quedará París”: París como ese lugar en el que has sido feliz y seguramente no debas tratar de volver porque nunca será igual. Y Venecia. Decadente y hermosa a raudales. Tuve la suerte de conocerla, por casualidad, unos días después del famoso carnaval. La ciudad estaba casi vacía, con confeti aún por el suelo. Pudimos alojarnos en la plaza de San Marcos, en un edificio hermoso, y recorrerla sin apenas turistas. Una irrealidad si se piensa bien, y además no buscada.
Aún recuerdo la plaza con la humedad condensada, de noche, el agua en soñolienta calma. El vaporetto nos condujo a la estación de madrugada en un último viaje silencioso; el avión regresaba a España en unas horas.
“Muerte en Venecia” nos lleva a una sensación de irrealidad también, a una ilusión, a un lugar en el infinito en que falta la medida del tiempo. En una atmósfera de ensueño, donde el cielo turbio, el aire pesado y el horizonte neblinoso caen sobre nosotros, el personaje principal trata de subirse al último barco. Al de la belleza en el preludio de la muerte. Las olas, bajas y lentas, morían en la orilla con acompasado movimiento. […] ¿No había deseado que la travesía durara largo tiempo, que no acabara nunca?
A Aschenbach, el personaje central de la novela, seguramente le pitaron los oídos hoy durante el análisis online del taller. Un “degenerao”, “un tipo repelente”, “un elitista”. Sí. Un personaje patético de pies a cabeza, un alma atormentada sin duda alguna. No cayó bien entre algunos compañeros, pero ¿qué importancia puede tener eso cuando se está hablando de un sentimiento universal como el que Aschenbach arrastra? Ay de mí si llegara a sentirme así algún día.
En este punto de la crónica quiero hacer un llamamiento a tratar de distanciarnos de los personajes literarios o cinematográficos, así como de sus creadores: es el consabido caso de Woody Allen y Polanksi, dos genios, sí, pero cuya reputación está en entredicho. Además, quisiera defender de alguna manera a Aschenbach, pues creo que el hecho de que sienta una atracción múltiple hacia Tadzio, un chico menor de edad, parece poner más los pelos de punta que tantos otros personajes del cine y de la literatura que se fijaron en chicas menores también, empezando por Lolita. Ya sé que Humbert Humbert tampoco despierta simpatías, pero creo Aschenbach debería ser un bollito de pan en comparación con este.
El capítulo que hemos leído, el tercero, nos habla de la soledad. Hoy que estamos varados en islas desiertas con uno, dos o tres náufragos a lo sumo, la soledad está muy presente.
Los sentimientos y observaciones del hombre solitario son al mismo tiempo más confusos y más intensos que los de las gentes sociables; sus pensamientos son más graves, más extraños y siempre tienen un matiz de tristeza. Imágenes y sensaciones que se esfumarían fácilmente con una mirada, con una risa, un cambio de opiniones, se aferran fuertemente en el ánimo del solitario, se ahondan en el silencio y se convierten en acontecimientos, aventuras, sentimientos importantes. La soledad engendra lo original, lo atrevido, y lo extraordinariamente bello; la poesía. Pero engendra también lo desagradable, lo inoportuno, absurdo e inadecuado.
Este párrafo del capítulo me ha hecho pensar hondamente en nuestra naturaleza sociable actualmente castrada. Canalizada a través de las tecnologías y de las redes sociales, sí, pero descabezada al fin y al cabo. Y me ha traído a la mente a Logan, el personaje del capítulo que hoy hemos analizado, el segundo, de la novela de José Sainz de la Maza. Un capítulo brillante que estaba en el mismo nivel literario que “Muerte en Venecia”, y que con suma maestría nos ha conducido por una atmósfera densa y lenta también, la de los insomnes, personas solitarias por definición, noctámbulos, amigos del desasosiego. Ambos capítulos me han instalado en el punto incierto de una noche solitaria y abismal, donde las luces de la ciudad a lo lejos me reconfortan de alguna manera, como lo hacen con Logan desde que era pequeño.
La de hoy es una noche especialmente cristalina. Son la doce. […] Logan está en su apartamento frente a una ventana por la que observa las imágenes que lo atraen desde que era un niño: las luces de la noche. Todas las luces nocturnas lo cautivan, los letreros luminosos, por supuesto; las bombillas de los vehículos, las de las farolas que iluminan las calles, las que coronan los edificios y avisan a las aeronaves de su altura, las rojas que prohíben el paso, las verdes que lo permiten… Llaman sobre todo su atención otras más íntimas, como las de los salones de las casas, con sus tonos unas veces cálidos y otras más neutros, las más ruborosas de los dormitorios, tamizadas a veces por visillos, o las impregnadas de vapor de los cuartos de baño. Todas lo hechizan, incluso las de los despachos de quienes demoran sus salidas de los trabajos o las que mantienen encendidas los que hacen la limpieza de las oficinas… […] sus ojos, solo abiertos a medias como acostumbran a mirar los insomnes, ni quieren ni pueden apartarse de las luces multicolores que iluminan la noche.
La belleza es efímera y escasa. El silencio sordo de la noche solo se ve interrumpido por el sonido de alguna ambulancia lejana. Como Aschenbach, después de este encierro tal vez debamos aceptar la idea de encontrarnos con una Venecia distinta de la que en su día conocimos, pero la esperanza de que el Destino nos tenga reservados nuevos entusiasmos y emociones nos cobija como a Logan sus luces.
María Sánchez Robles
María, has hecho un crónica a la altura de los los dos autores que has comentado, con eso te digo todo.
Olé,olé, vaya reportaje que da gusto leerlo. Esto es para nota María.
Una delicia María. Casi me empieza a caer menos antipático el protagonista. Lo cierto es que la soledad verdadera marca carácter. Magnífica crónica.
Qué buen análisis María. Maravillosa crónica.
Muy buena crónica María. Da gusto leerte.
Me ha encantado la crónica de María, y estoy deseando conocer a Logan
Es una delicia leeros.
Me gustaría ser una niña, ir de la mano de María, y percibir el mundo a través de sus sentidos. Qué suerte tiene Laira.
Una crónica digna del mejor premio, que los autores que comentas también merecen.
Sensacional, María.
Bonito viaje a travé de las luces , la fragilidad, Venecia y la belleza siempre efímera cuyo vértigo se agudiza con la edad. Enhorabuena.
Pues éso, una maravilla.
Gracias a todos por vuestros comentarios, sois como unas bodegas donde pasé algunas tardes maravillosas, lo MÁXIMO (seguro que la mayoría conocéis esas bodegas de Lavapiés… y todos tenéis múltiples historias sobre ella).