Arreglando el mundo

Inauguramos el espacio que hemos propuesto con la consigna de “arreglando el mundo” con el cuento titulado: Castillos en el aire de Ignacio Soto García.

En primera lectura el cuento me pareció un poco naif, pero algo me empujó a leerlo de nuevo, y fue en esa segunda lectura cuando el cuento se abrió como se abren las flores. No importa que en este preámbulo se descubran secretos del cuento, si es que los cuentos necesitaran secretos, los buenos cuentos han de serlo desde la primera a la última palabra, pues aunque la frase final sea clave, ese final ha de arrastrarse desde el principio. Seguro que, se diga lo que se diga aquí, iremos prestos al cuento con más entusiasmo si cabe.

Castillos en el aire nos lleva por el recorrido completo de una batalla en el castillo en el que ahora estamos parapetados con todos sus ingredientes: un enemigo desconocido que aparece de improviso; modos de defensa improvisados; el desgaste, la devastación, las bajas… ¿Y qué mundo encontraremos tras la guerra? Dará miedo asomarse al páramo tras los muros de defensa.

Y el cuento es además un viaje en busca de un refugio íntimo, una vía de escape, ante la hostilidad. El protagonista lo encuentra en los recuerdos, en la niñez donde construía burbujas de salvación. Y también es un cuento balsámico de sueños e imaginación. Ni nosotros ni el mundo de este momento está todavía listo para la foto. Parece que queda mucha cruzada por delante, pero el protagonista del cuento ha encontrado un filoncito de optimismo.

Sabemos que las ideas, en especial las ideas salvadoras, resultan muy difíciles, tanto que ni siquiera los iluminados o las religiones las proponen, ahora que tanto se necesitan. Confiemos mejor en la ciencia, en la buena voluntad de algunos y la sabiduría de muchos. Que la literatura, al menos la literatura que es lo nuestro, sea capaz de mantener alejado al enemigo a base de contarnos cuentos maravillosos en toda la extensión del término. Pero si se os ocurren ideas, por Dios, que nadie se corte un pelo en exponerlas. Claro, eso sí, que sean una miajitica verosímiles.

Pura Simona de la Casa

Pura de la Casa es profesora de creación literaria. Es coautora del libro de relatos Allegro nada moderato (2005) y autora del libro Ojalá fueran cuentos (2016). Como novelista es autora de Revoleras (editorial Cultiva libros, 2009). Ha coordinado la edición y publicación de los libros de relatos Primaduroverales, cuentos (2008), Madrid Sky (Uno editorial, 2013) y 2056 Anno Domini (2018).

A lo largo de sus veinte años como profesora del taller de creación literaria de la Casa del Reloj, primero, y del taller literario de la asociación Primaduroverales ha sabido crear una escuela de técnica narrativa que se ha convertido en una gran familia (más de doscientos alumnos en estos años). Junto a los alumnos del Taller es la impulsora del certamen de cuentos cortos “Madrid Sky”, que nació en 2014 y ha alcanzado en 2020 la séptima edición.

 

 

Castillos en el aire

Ignacio Soto García

Era necesario superar las adversidades. La vida le ha había sonreído hasta ese momento, y nadie espera que un minúsculo enemigo fuera a transformarla. Tenía que sobreponerse, vencer dificultades, agarrarse a aquello que le permitiera volver a tener ilusión y seguir mirando al futuro con optimismo.

Pensó y repensó, buscó afanadamente el resorte que le permitiera engancharse de nuevo a una rutina, y muy pronto sintió de nuevo el deseo de saborear el placer de aventuras, de vivir sueños, imaginar otros mundos, realidades distintas a esa que le ahogaba. Halló la respuesta donde están casi todas las respuestas, en lo profundo de los recuerdos, en sus raíces y sus pasiones casi olvidadas. Cómo no lo había pensado antes si siempre había sido un fanático, casi un loco de ese mundo mágico, romántico, guerrero, de leyenda, de cuento de hadas, de doncellas y de caballeros. Transportarse otra vez allí, vivir de nuevo la posibilidad de imaginar a los señores feudales con sus tropas parapetados en las almenas, ataviados con sus armas, lanzas, espadas, arcos, saetas, dispuestos a defender la fortaleza frente a un enemigo que les asediaba con sus torres de asalto, sus escalas y sus arietes. Uniformados con armaduras que relucían con los rayos del sol. Todo un mundo que giraba en torno al castillo, al paradigma de la defensa a aquella construcción que contenía en su interior la protección, el poder, la tranquilidad, el sosiego.

Los castillos contenían todo eso que había sido su forma de encarar la vida, confluían en sus estructuras los puentes levadizos que te aislaban de los peligros que te acechaban en el exterior, el foso que servía de parapeto para evitar el acceso de los enemigos, el camino de ronda protegido tras las almenas y flanqueado por las torres circulares con sus saeteras dispuestas a repeler toda agresión, el patio de armas, lugar de entrenamiento para los tiempos de guerra y de encuentro, ocio y mercado para los periodos de paz, y la torre del homenaje, la esencia misma del castillo, el lugar inexpugnable donde vivían los dueños, su casa, su refugio.

Ese fue su mundo, su diversión, su manera de hacer que el tiempo pasara más deprisa o más despacio pero en todo caso al margen de la realidad. Disfrutar de los castillos. Vivía en un país privilegiado, tenía a su alcance cientos de ejemplos, castillos y fortalezas de origen romano, de la época árabe, del Medievo, de la Reconquista. Castillos que han participado en miles de conflictos, en cientos de batallas, de disputas internas y externas, guerras y asedios que marcaron su carácter y que fueron componiendo su actual fisonomía, innumerables ejemplos para evadirse con la contemplación y recorrer con la imaginación las historias, las leyendas, los personajes que los habitaron.

Había gente que se lo reprochaba, que no entendía que con lo que estaba cayendo se dedicara a esos viajes por el tiempo, a esas aventuras de otra época. Pero él seguía empeñado en contemplar las murallas, cuanto más altas mucho mejor,  en subir a lo alto de la torre en cuya cúspide se encontraba la habitación reservada a la princesa, en bajar hasta las mazmorras en lo más oscuro de los sótanos de la fortaleza, en asomarse por las saeteras para disparar flechas, en subir y bajar el rastrillo del puente levadizo que salvaba el foso, y hacer pequeñas incursiones, rápidas, las justas, las necesarias sin correr riesgos. Disfrutaba recorriendo  el adarve, asomándose a  las almenas y recorría todas las estancias del castillo, la bodega con sus toneles de rico vino dispuestos para el próximo banquete cuando la ocasión lo permitiera y las cocinas preparadas para guisar las liebres, las perdices escabechadas y los platos de ciervo o los asados de cordero que con maestría preparaban los cocineros. Visitaba la capilla con el abad dispuesto a impartir las bendiciones a los que fueran a entrar en combate porque contaban con la ayuda de Dios, que era mejor Dios que el del enemigo. Accedía a la sala de guardia con los alabarderos vestidos con su uniforme de gala y a la sala del trono donde impartía justicia el dueño del castillo y a las alcobas donde bordaban las damas a la espera de un príncipe azul que no llegaba nunca y que cuando lo hacía no era azul, a veces ni príncipe sólo un plebeyo con aspiraciones a convertirse en caballero. Esa era su vida, a ella se agarraba un día tras otro, y sus amigos y su familia lo contemplaban con una dosis de admiración y preocupación, por si se estaba volviendo loco con esa manía de los castillos, leyendas y cuentos.

Pero no cejaba en el empeño. Cada día era un nuevo reto, superar un nuevo obstáculo, buscar un nuevo desafío. Había que fortalecer las defensas, las torres habían perdido el techo, el paño de la muralla sur se había derrumbado, había que reconstruir la escalera de acceso a las almenas, noticias que le sobresaltaban a diario, preocupantes, alarmantes, a este paso perderían la batalla si no podrían contener al enemigo. Torres más altas, más gruesos los muros de las murallas, más soldados en las almenas. Poco a poco fue logrando su objetivo, repeliendo los ataques exteriores y consolidando una fortaleza inexpugnable, su fortaleza, su mundo, su ilusión.

Ya estaba preparado. Podía dar por concluido su ansiado trabajo porque el maldito enemigo minúsculo estaba retrocediendo y la vida que conocía volvía de nuevo a surgir, poco a poco, con cierto miedo, como cuando sales de un largo asedio dentro de un castillo y baja el puente levadizo y te asomas de nuevo al mundo.

Y entonces sí, entonces sacó su cámara y se hizo una foto junto al Exim Castillo que había construido en los largos días de confinamiento.

 

Ignacio Soto García nació en Madrid en 1960. Es licenciado en derecho por la Universidad de Alcalá de Henares. Siempre le apasionó escribir, y tiene montones de relatos a los que dar forma guardados en el cajón. Es ahora, cuando sus obligaciones profesionales se lo permiten, cuando ha decidido retomar la escritura.

Por PDV

7 comentarios en «Castillos en el aire. Un relato de Ignacio Soto»
  1. Interesantísimo estreno en el taller y en el blog con » Castillos en el aire» . Esto augura una excelente cosecha. Gracias Ignacio. Y bienvenido una vez más.

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