El mejor reconocimiento que se le puede hacer a un autor premiado es publicar su relato y manifestar una opinión sincera respecto al mismo. Te invitamos a hacerlo en los comentarios. Como continuación a la entrada de ayer, hoy publicamos el relato ganador del LXI CERTAMEN DE CUENTOS “GABRIEL MIRÓ”, titulado Cartas con membrete, cuyo autor es Joaquín Correa Barco.
Joaquín Correa Barco fue finalista de la VII edición del certamen Madrid Sky, en 2020, con el relato El chip tributario. Nació en 1968. Es licenciado en Derecho. Ha dedicado la mayor parte de su carrera profesional al desarrollo y gestión de proyectos urbanísticos e inmobiliarios. Su afición por la escritura y la creación literaria viene desde su juventud, pero no es hasta 2018, y después de más de veinticinco años sin escribir prácticamente nada, cuando retoma esa pasión que creía perdida y vuelve a escribir, recuperando asimismo textos escritos en su juventud. Desde entonces ha resultado ganador en varios certámenes literarios, ha publicado dos libros de relatos y varias novelas, la última de ellas Mensaje sobre mi lápida: sin aliento, centrada en la figura de la escritora Lucía Berlín.
CARTAS CON MEMBRETE
PRIMER PREMIO LXI CERTAMEN DE CUENTOS “GABRIEL MIRÓ”
Joaquín Correa Barco
(Febrero 2022)
Mi abuelo empezó a escribirme cartas hace diez años, poco después de que yo tomase la decisión de quedarme a vivir en Madrid tras haber estudiado una ingeniería en la Politécnica. Sus cartas son muy especiales. La textura y el color de los sobres varía con cada envío: algunos son de un blanco puro, otros de colores discretos y sobrios que van desde el gris perla hasta una tonalidad crema apagado, un color que siempre me recuerda al relleno de los pasteles de la confitería de mi pueblo. El papel de las cartas es idéntico al de los sobres que las contienen: pesado, denso, con un gramaje inhabitual en los folios que utilizamos hoy en día. En algunos casi puede apreciarse una intrincada trama de hebras entrelazadas, como si en lugar de papel, se tratase de algún tipo de fibra vegetal antigua y en desuso.
Tienen otra cosa más en común: todos los sobres y las cartas que contienen están membretados. Todos llevan el membrete de algún hotel europeo. La mayoría de los hoteles son de ciudades no demasiado conocidas ni turísticas, como Lodz, en Polonia, Linz, en Austria, o Pilsen, en la República Checa. Otros corresponden a hoteles de ciudades mucho más conocidas, como Berlín, Salzburgo, Praga o Roma. La última de las cartas que me ha enviado mi abuelo tiene el membrete de un hotel de París. En general se trata de hoteles pequeños y antiguos, casi se diría que anticuados. Los he buscado por internet. Algunos ya no existen. Otros sí. He estado en un buen número de ellos.
Todas las cartas son manuscritas. La letra de mi abuelo es inconfundible: redonda, pulcra, de una inteligibilidad superlativa, la letra de una persona que se ha esmerado durante años, rellenando a mano formularios e instancias oficiales antes de que se normalizase el uso de las máquinas de escribir, para que su letra pudiese ser entendida. Mi abuelo trabajó durante toda su vida como funcionario del Ayuntamiento del pequeño pueblo manchego de donde es natural toda mi familia. Calculo que mi abuelo me ha escrito veinticinco o treinta cartas, a razón de una cada cuatro o cinco meses. Me han llegado siempre con una cadencia paciente y definida, casi como las estaciones del año. Todas las cartas están mataselladas en la oficina de correos de nuestro pueblo, ninguna, como sus membretes podrían hacer suponer, lleva el matasellos de alguna ciudad extranjera.
Pregunto a mi madre si mi abuelo viaja. «¿Tu abuelo?», me devuelve la pregunta sin sorpresa. Desde que enviudó joven y tuvo que hacerse cargo de mí y de la tienda de ultramarinos que mi padre le dejara como medio de subsistencia, mi madre no evidencia sorpresa por nada, aceptándolo todo con una paciencia y resignación que en ocasiones me exaspera. No puedo reprocharle nada: aceptó sin mudar de expresión mi decisión de irme del pueblo para estudiar en Madrid y se las arregló no sé cómo para conseguir pagarme los estudios. «Tu abuelo viaja dos veces al día: de su casa al casino y del casino a su casa, ida y vuelta, una vez a media mañana y otra después de la siesta», me dice. No hay ni un ápice de ironía en su voz. No se interesa por saber por qué le hago esta pregunta. «¿Y antes?», vuelvo a la carga. «¿Antes de qué?». «Antes de que se jubilase». «De casa al Ayuntamiento y del Ayuntamiento a casa, previo paso por el casino por las tardes para echar una partida de cartas».
Mi abuelo sigue viviendo solo en su antigua casa, siempre se negó a mudarse a vivir con nosotros cuando mi madre y yo nos quedamos solos. También él enviudó joven. Mi madre no tendría más de ocho o nueve años cuando mi abuela murió. Ni mi abuelo ni mi madre hablan mucho de ella. Mi abuelo tuvo que aprender a valerse por sí mismo, con la única ayuda de una sirvientilla joven que se pasaba por su casa dos o tres veces a la semana. Esa misma sirvienta, que ya es casi tan vieja como mi abuelo, continúa pasándose por su casa cada dos o tres días: limpia lo poco que mi abuelo ensucia y no ha limpiado él solo y le deja preparada comida. Mi madre también le acerca comida en los pocos ratos libres que, durante la semana, le deja la tienda de ultramarinos, que mantiene abierta más por costumbre que por otra cosa, porque durante toda su vida ha sido la única forma de relacionarse con los vecinos del pueblo. Esa, y la misa de los domingos. La aterra el mero pensamiento de que la tienda que heredó de mi padre, y este de mi abuelo paterno, pudiera cerrarse. No sabría qué hacer en su casa. No sabría qué hacer con ese tiempo propio repentinamente recobrado y que nunca ha tenido. El paso de las horas terminaría por volverla loca, sin poder discutir, como hace durante todo el día, con el viejo y único empleado de la tienda que mi padre también le dejó en herencia. Por eso tuve que irme a estudiar a Madrid: para escapar del mandil que la tradición familiar me tenía preparado. Mi madre no protestó por ello. Lo aceptó con la resignación con la que lo acepta siempre todo.
Para describir a mi abuelo habría que emplear palabras como frugal, parco, comedido o escueto. En todo: en sus gestos, en sus palabras, en la expresión de su cara, en todo es igual de mesurado y sobrio. Sin embargo, nada de esa mesura o sobriedad hay en sus cartas, que parecen escritas por otra persona muy diferente a ese anciano que me abraza sin apretarme apenas, que me pregunta invariablemente cómo me va con la ingeniería, como si los míos fuesen unos estudios eternos que no se acabasen nunca. «Ya acabé la carrera, abuelo. Hace diez años. Ahora trabajo». «¿Y de qué trabajas?». «De ingeniero». «Pues eso te pregunto: qué cómo te va con la ingeniería» En sus cartas, mi abuelo no describe los lugares más conocidos de las ciudades desde las que se presume que están escritas. No le interesan ni la torre Eiffel, ni el Coliseo, ni la Catedral de Salzburgo. Describe escondidas estampas de esas ciudades, lugares para los que la mayoría de los turistas usuales son ciegos, rincones vedados, incluso, para la sensibilidad de sus transeúntes habituales. Sus cartas rebosan de un regusto extraño, de una sensibilidad especial y auténtica por los pequeños detalles, por la esencia íntima de cosas tan minúsculas e inapreciables que pasarían desapercibidas para alguien que no fuese un observador muy atento. Describe, por ejemplo, cómo la hiedra holandesa crece cubriendo una pared de una casa cualquiera de Lodz, una casa en una calle que, durante la segunda guerra mundial, formó parte del gueto judío. Describe cómo la hiedra parece crecer siguiendo un patrón definido: la hiedra dibuja el sinuoso perfil de un hombre de rasgos marcados y aguileños. Quizás el de alguien que vivió, o aún vive, en el interior de la casa cuyo muro abraza la hiedra. En Salzburgo asiste a un concierto en una pequeña iglesia a la que llega por azar. Las sombras casi han cubierto ya por completo la ciudad y hace mucho que se posaron sobre la calle angosta a la que se abre la puerta lateral de la iglesia. Alguien en esa puerta está vendiendo entradas. Él cree que son para visitar la iglesia. Compra una y, al penetrar en el templo, otra persona anónima le entrega un pequeño folleto al que al principio no hace caso porque está en alemán. Se sorprende entonces al contemplar muchas hileras de sillas de tijera arremolinadas en sucesivos semicírculos en torno al altar, donde han dispuesto también otras sillas para la orquesta y varios bancos corridos para el coro. Ha comprado la entrada para un concierto: la Gran Misa en do menor de Mozart. Mi abuelo emplea varios párrafos solo para describir las emociones que le sugiere el “Et incarnatus”, cómo la voz de la soprano se eleva sobre todos los oyentes con una sublime etericidad que se le antoja mágica o mística, cómo su diálogo con flauta, oboe y fagot semeja una comunión espiritual por la que se siente irremisiblemente transido. En Linz, en otra pequeña iglesia, escucha cuartetos de cuerda de Mozart y Haydn. En París, en la pequeña sala multiusos de una biblioteca de barrio, escucha interpretar “A Chloris” de Reynaldo Hahn. Mientras se sumerge embelesado en la breve canción, reflexiona sobre la posibilidad de visitar su tumba. Cree recordar que está enterrado en el mismo París, en el cementerio del Pere Lachaise. En Pilsen degusta una jarra de cerveza en una pequeña cervecería perdida y sin nombre a la que se decide a entrar guiado por una repentina intuición o por un extraño atavismo de su instinto. Describe el amargor de la cerveza como el óptimo, la textura y grosor de la espuma como absolutamente perfectos. Es feliz en ese instante. Se siente único y elegido. Describe casi una a una las burbujas que ascienden desde el fondo de la jarra fundiéndose en un blanco abrazo de nieve con la espuma que la cubre.
Mi abuelo no bebe cerveza, solo vino. Mi abuelo no escucha música. En su casa no hay ni un solo disco, solo una obsoleta radio a pilas que no funciona desde hace años.
En sus cartas mi abuelo siempre está solo. Viaja solo. Comparte solo conmigo esos detalles que tan vívidamente transmite. No me atrevo a preguntarle directamente por la razón oculta de las cartas que me escribe y a las que nunca alude cuando lo veo en alguna de mis cada vez más escasas visitas al pueblo, con ocasión de alguna Navidad o Año Nuevo. «Abuelo, ¿tú viajas?», le pregunto sin embargo en una ocasión esperando alguna mínima reacción, que no se produce. Me mira con lo que parece sincera sorpresa. Trato de discernir en sus rasgos una respuesta escondida, secreta, una pequeña pista que me ayude a resolver el arcano. «¿Viajar?». Pronuncia la palabra como si apenas conociese su significado. Me observa intensamente, desde muy lejos, como si me mirase desde otro tiempo mucho más remoto, totalmente alejado del hoy y del ahora. «Yo no viajo. Yo no salgo del pueblo».
Desde hace algunos años yo también viajo. Normalmente solo. Al principio lo hacía con alguna pareja ocasional pero me di cuenta pronto de que mis viajes eran una suerte de iniciación o catarsis que tenía que experimentar solo. Planeo los viajes con mucha anticipación para encontrar vuelos y alojamiento baratos. Vuelo hacia el aeropuerto más cercano a la ciudad en cuestión y, desde allí, alquilo un coche. Sigo los pasos de mi abuelo. Literalmente. Visito las ciudades que él describe en sus cartas y, en cada una de ellas, busco las esquinas donde mi abuelo se detiene para describir un balcón o una fuente, los parques donde se sienta en un banco y contempla un árbol en concreto. Busco, por si aún existen, los restaurantes y cafés, normalmente sencillos y minúsculos, escondidos casi, donde se detiene a tomar una cerveza, un café o un vino. Visito las iglesias que mi abuelo visita en sus cartas, normalmente pequeñas y lúgubres pero que esconden en su interior un inesperado y brillante tesoro: un claustro medieval perfectamente conservado, un retablo gótico o barroco que oculta pinturas de un Rafael o un Caravaggio jóvenes. Trato, cuando es posible, de escuchar música en los mismos lugares donde mi abuelo experimenta un concierto, porque eso es lo que mi abuelo hace con la música en sus cartas: vivirla como si de una experiencia mística o trascendental se tratase. Sigo fiel el guión que mi abuelo me marca en sus cartas. Me alojo siempre que puedo, si es que aún existen, en los mismos hoteles de los membretes de las cartas. Descubro, con pena, con angustia casi, que en muchos casos el olvido y el abandono se han cebado con ellos, que ya no hay cartas o papel membretado en sus habitaciones. Cuando lo pido en recepción normalmente me miran con cara de extrañeza pero suelen acceder a mi petición y me entregan un sobre y una o dos cuartillas. Al volver de mis viajes comparo la textura y el gramaje del papel, su color, para ver cuánto se parecen o en cuánto difieren al papel y los sobres de las cartas de mi abuelo.
En mis viajes sigo, con fidelidad creciente, los derroteros aparentemente caprichosos que mi abuelo delinea en sus cartas, soslayando visitas superfluas y centrándome en esas esquinas y lugares que, naciendo como anécdotas meramente triviales, terminan por convertirse en faros puntuales y fugaces que orientan la dirección de mis pasos en las ciudades visitadas. Solo en el último viaje me he permitido una pequeña licencia. He ido a París, siguiendo la invitación de la última carta recibida de mi abuelo y, saltándome por una vez el argumento prescrito, decido visitar el cementerio del Pere Lachaise. Soy ingeniero, ya lo he dicho, pero guardo una secreta e íntima relación con la literatura y la música. Quiero visitar la tumba de Proust (al fin y al cabo, cada uno de mis viajes no es sino un intento de recobrar el tiempo perdido) y, de paso, las de Balzac, Chopin, Moliere, Reynaldo Hahn, la de Maria Callas y la de tantos otros allí enterrados. No llevo flores. No es mi costumbre hacerlo cuando visito cementerios. No es mi costumbre visitarlos. Sobre la tumba de Proust una solitaria rosa roja, que no se ha llevado el viento, languidece tan lentamente que parece fosilizada, esculpida en piedra por el tiempo.
Y un día recibo la llamada que no he querido recibir nunca. Mi abuelo ha muerto. Sufrió un “ataque”. En los pueblos los viejos siguen muriendo de esa muerte, tan imprecisa y falaz, de alguna forma tan irremediable. La vieja sirvienta lo encontró desplomado en mitad del pasillo. No había gestos de dolor o sufrimiento en su rostro. Eso nos dice. Quizás solo lo haga para consolarnos. En el funeral, en las últimas filas de la iglesia, se sienta un anciano que me resulta conocido. Al terminar la ceremonia se funde con mi madre en un largo abrazo. Llora desconsoladamente, como un niño pequeño que hubiera perdido a sus padres.
—Usted era amigo de mi abuelo —le digo cuando se acerca a abrazarme.
Asiente enjugándose las lágrimas con un pañuelo.
—Cuando muere tu último amigo es como si, de alguna forma, volvieras a quedarte huérfano —eso me dice sollozando.
—Usted lo conoció bien, ¿no es así?
—Somos amigos desde la escuela —habla en presente. Él me enseñó a leer y a escribir. Yo era muy torpe para esas cosas. Solo soy hombre de campo.
—¿Puedo hacerle una pregunta sobre mi abuelo?
Asiente y me mira, su rostro repentinamente libre de lágrimas resplandece en un instante fugaz cómo si estuviese revestido por una capa de cera brillante.
—¿Qué quieres saber?
—¿Sabe usted si mi abuelo viajó mucho cuando era joven?
Vuelve a asentir y a mirarme con una intensidad que me traspasa. Es como si supiera algo que no se atreve a decirme, como si se dispusiese a revelarme un secreto guardado desde hace mucho tiempo.
—Tu abuelo viajó mucho cuando era joven, cuando aún vivía tu abuela. Cuando ella murió, dejaron de hacerlo. —Ha utilizado el plural, soy consciente. Mis abuelos viajaban juntos. En sus cartas, sin embargo, mi abuelo viaja siempre solo.
Vuelvo a Madrid después del entierro. En el buzón me espera una última carta de mi abuelo. Está matasellada la tarde antes de su fallecimiento. “Procede” de París, del cementerio del Pere Lachaise. La abro y la leo. Mi abuelo me describe las tumbas que visita. La de Reynaldo Hahn, cumpliendo la promesa que se hizo a sí mismo de rendirle un último homenaje cuando días antes escuchó “A Chloris” en el salón de una biblioteca pública de barrio. Visita la tumba de Proust. Deposita sobre ella una solitaria rosa roja.
Recuerdo la rosa petrificada que yo mismo vi sobre esa tumba. A mi memoria acude entonces el cuento de Borges sobre la flor de Coleridge. Me parece despertar de un sueño.
Tanto el sobre como el papel de la carta tienen el membrete del cementerio del Pere Lachaise.
No sabía que los cementerios tuviesen papel de cartas con membrete.
Cartas con membrete. Primer premio LXI CERTAMEN DE CUENTOS “GABRIEL MIRÓ”.
Me ha parecido un relato entrañable, tiene una narración fluida y cercana y despierta esa añoranza del carteo que ya se ha perdido. Felicidades.
Un magnífico relato. Me ha enganchado desde el principio y he seguido las cartas con la misma avidez que el personaje. También me ha motivado a visitar todos esos lugares y vivir las experiencias en primera persona. Y yo tampoco sabía que en los cementerios hubiera membretes.
Los membretes de las cartas del abuelo me han arrastrado por los renglones en una ansiosa busqueda de dimensiones oníricas o no, para poder visualizar todos esos universos escondidos entre las hebras entrelazadas.
Un premio merecido, sin duda.
ENHORABUENA JOAQUÍN.
Enhorabuena, Joaquín Correa. Tu relato envuelve e introduce al lector en momentos de pura literatura.
Un buen relato que conecta al lector con la historia desde el principio y en el que descubrir la razón profunda, oculta, del abuelo para enviarle cartas al nieto se convierte en el eje de una narración por la que el autor nos hace transitar con maestría. Enhorabuena.
Lo dije en FB y lo repito aquí:
Qué barbaridad, qué preciosidad de cuento. Qué riqueza, ¡qué gozada!! Es que no me extraña, no me extraña…
¡ENHORABUENÍSIMA, Joaquín!