Por Pablo Frías
Como en el famoso eslogan publicitario de ciertos grandes almacenes, ya es primavera en el taller primaduroveral. Estupendo, ¿verdad? Y es que algo tan intrínseco a nuestra esencia (vale, algunos petulantes lo llamarían redundancia) nos pone de muy buen humor, aunque también nos someta, como se verá, a sus veleidosas particulares. Pero no nos pongamos estupendos y respetemos el orden cronológico de los acontecimientos.
La clase empezó, nobleza obliga, con las felicitaciones a nuestros ilustres microrrelatistas, premiados la semana pasada en el certamen «Vallecas calle del libro«: Ernesto Ortega y Alberto Jesús Vargas. La lectura de sus microrrelatos, «El amor según Hawking» y «Reality» respectivamente, nos volvió a llenar de esa inequívoca satisfacción que provoca tanto la calidad de los escritos (de la que ambos rebosaban) cuanto la ventura que supone aprender, semana tras semana, de la pericia literaria de ambos. Impagable, por cierto, la anécdota del cocido y el jurado, que no reproduciré por si la maestría y el renombre de Ernesto atraen lectores a esta crónica que pudieran darse por aludidos en tiempos de ofendiditos. Ofendiditos con el buche lleno, se entiende.
Esa interacción social propia de la primavera de la que disfrutaron ambos en el certamen vallecano nos restó ayer (y restará varios días más) la presencia de Alberto, entretenido en viajes de los que espera volver con algún otro premio. Y no era la única ausencia al coincidir el taller con la presentación del libro «Estrellas en el techo«, del que son coautores otros dos compañeros, Paco Plaza y Juanjo Valle-Inclán. ¿Qué se puede esperar de la unión entre el talento y la bonhomía? Pues eso, motivos para sentirnos orgullosos de ellos por su participación en un proyecto solidario y muy ilusionante, del que os invito a leer la entrevista que está en una entrada anterior a esta.
Subidos como andábamos en el éxtasis primaduroveral más absoluto, los relatos presentados a análisis se las prometían muy felices: estaba el ambiente para el halago. Y así fue con el cuento «La nieve y la sombra» de Alicia Gallego, una alegoría de la muerte en forma de cochero a la búsqueda de clientes. Su desasosegante a la vez que lírico paseo por las calles recibió parabienes, aunque un tema tan lúgubre trajo los primeros cambios de aires a la tarde y nos rebullimos, inquietos y ya algo quisquillosos, a la búsqueda de la excelencia:
«La nieve había comenzado a caer desde muy temprano, al principio con unos copos ligeros que bailaban suspendidos en el aire, después nevó con rabia, como si con su blancura quisiera borrar las huellas y crear un manto limpio y puro. Esperó largo rato frente a la casa de piedra gris, de sus ventanas se escapaba una luz cálida y desde sus chimeneas se elevaban columnas que parecían sostener las nubes.»
Pura se quejó entonces de la astenia primaveral que dominaba nuestras respuestas y para qué queríamos más… Alterada ya la sangre con menciones a la difunta pandemia (léase con ironía), llegó el primer relato corregido de la tarde, «Despedida» de Luis Marín: el director de una biblioteca repasa su vida mientras recoge las pertenencias y los recuerdos de su despacho el día de la jubilación. Y se notan para bien los esfuerzos de Luis por remediar los defectillos que la primera versión pudiera tener, con una mejor disposición de los elementos y una mayor claridad expositiva pero, como los vientos ya soplaban fuertes y nos notábamos cierto prurito tormentoso, le pedimos un esfuerzo añadido de plumas y símbolos (motivo, todo sea dicho, por el que a nadie habría extrañado que nos mandase a pasear con Rilke):
«En aquellos tiempos visitaba a diario el estanque durante el descanso para el desayuno. Desde la sala general de la biblioteca no disponía de las vistas que después tendría como director del centro. Inexplicablemente, un cisne negro se había unido a los que componían la bandada. Era su mente la que lo veía de ese color, porque con el paso del tiempo se fue aclarando hasta que por fin volvió a su blancura original, cuando el recuerdo de su mujer se normalizó convirtiéndose en una fortaleza más para continuar su andadura.»
Llegó el turno de Lourdes Chorro con un relato innombrado que respondía a los requerimientos de los «deberes ocho». Aviesa faena para la proesía de Lourdes, pues las premisas de dicha tarea resultan un tanto hostiles para su lírico narrador habitual. Una dotación de bomberos muy española (esto es, con mucho oficial y poco currito) consigue rescatar de una casa en primera línea de playa azotada por la tormenta a la familia de una mujer, de vacaciones indeseadas con sus dos hijos, también indeseados. Ya teníamos aquí la tormenta primaveral que estábamos barruntando, a cuenta de la dificultad para entender contextos, personajes y diálogos sin remitirnos forzosa e indeseadamente al cuento del que provenía su personaje principal. A pesar de los truenos, las perlas de poesía de Lourdes siempre se abren paso a través de los nubarrones:
«El niño pequeño aún se come palabras al hablar. Es propio de su edad y ella lo sabe, pero es inevitable que se trague las palabras que él se come. Su mirada de miedo se atora como la saliva en la boca que a Míriam le cuesta tragar. A solas con sus hijos se siente a merced de esas olas que desconocen las intenciones del viento.»
Ya con el agua al cuello tenían difícil tarea Juan Santos y la corrección de su relato «Las sábanas de raso iraní«. No obstante su trabajo y su buena voluntad, los vasos comunicantes se habían anegado y sólo restaba salir corriendo para evitar males mayores, pues ni el propio Juan se sentía ilusionado de salvar la situación, aunque fuera recurriendo a los bomberos del cuento de Lourdes. A veces pasa con ciertos relatos, que nacen con taras difíciles de subsanar. Pero que nadie se preocupe porque tras la tormenta llega la calma, y en ella Juan nos deleitará con su buen hacer. ¡Al tiempo!:
«─Date la vuelta que te dé crema por el pecho y deja que te cuente. He experimentado que son las sábanas de raso iraní las que me producen las pesadillas, pero tengo que usarlas porque solo rozándome con ellas, siento el placer del amor. La solución es que mi acompañante, al terminar, me deje dormir sola.»
Cosas de la primavera. Tal como vinieron los nubarrones se marcharon y volvió a brillar el sol. Ese sol primaduroveral que alumbra las tardes de los jueves y, ¡qué diablos! cualquier tarde donde la literatura aporte un rayo de felicidad.
Pablo Frías
Buenas crónica, Gracias, Pablo. La primavera es tiempo de esperanza y renovación.
Brillante crónica que abarca no solo lo acontecido en en taller. Enhorabuena, Pablo.
Gracias, Pablo, por acordarte de todos y no dejar nada en el tintero en esta crónica Primaduroveral.
Crónica muy completa y muy primaveral. Gracias una vez más por recordarnos de modo tan preciso nuestra tarde de jueves.
Enhorabuena, Pablo, lo que nos dices en tu crónica termina de redondear la tarde del jueves. Magníficos tus comentarios que añaden ese plus a lo ya dicho en el taller.
Graciasss, Pablo. Has rescatado de las llamas la tarde del jueves como un bombero abnegado.
Es primavera, pero las lecturas del jueves pasado esquivaron lo primaveral. El taller de los Primaduroverales, para mi gusto, poseen el don británico de soslayar lo dulce, el empalago de la felicidad sin fuste. Muy bien afinada de ingredientes tu semblanza, Pablo, como siempre.