AUGUSTO

Compartir habitación, la fría habitación de un hospital público, en medio de esa catástrofe física y del deterioro que pueden suponer un ingreso, es una experiencia única. Por muy rutinaria y programada que sea la hospitalización, el miedo y la incertidumbre ahogan al paciente. La convivencia forzada y provisoria, es un terreno donde siempre gana la  desconfianza y el recelo. En mi habitación, la compañía fue singular o insólita: quién la compartió conmigo era alguien que de joven había atracado más de una vez a golpe de recortada ¿Quizá mató a alguien alguna vez? Si así fue, nunca me lo reveló.

Cuando nos presentamos, dijo que se llamaba Augusto. Tardé en asimilar su nombre  de emperador romano, un nombre altivo y ostentoso para quien parecía tan sencillo, tan  chaval de barrio. Seguía yo aún bajo los efectos post-quirúrgicos de la morfina, todavía en estado delicuescente, cuando comentó que él «había compartido cárcel con ese tipo de la tele». Hablaba con corrección y no parecía un insensato. En el pequeño televisor colocado en medio, en lo alto de la pared, que él mantenía siempre encendido, vislumbré con la mirada perdida por los ansiolíticos, a un líder independentista vasco. La afirmación de mi compañero me llenó de perplejidad y de asombro. Augusto calló y se acostó, igual que yo.

No sé cuanto tiempo transcurrió y de pronto lo veía deambular cubierto con el batín exiguo de hospital, paseando inquieto y extraño, como un emperador, murmurando cosas que no entendía. Parecía un poco más joven que yo. Encontraba su presencia surrealista y fantasmagórica porque me costaba concentrarme, tenía aún la cabeza abotargada. Pensé que a él seguramente le estaría pasando lo mismo.

Para el ingreso me habían regalado «Ordesa» de Manuel Vilas, que a partir de la primera noche comencé a leer con la pulsión de un enfermo.»Toma, porque te gustan las obras de carácter autobiográfico», me dijeron. Tal vez no era la lectura más indicada para una convalecencia de hospital, no es una narración cómoda ni fácilmente digerible, y deja como un poso de amargor atenuado. Sin embargo desde el principio sus citas actuaron en mí como un revulsivo.

Ordesa. Vilas Matas

Una de las primeras que acaparó mi atención fue la reflexión que hace sobre la verdad: «La verdad es lo más interesante de la literatura. Decir todo cuanto nos ha pasado mientras hemos estado vivos. No contar la vida sino la verdad. La verdad es un punto de vista que enseguida brilla por si solo».

Creo que fue poco después de lo de la tele, los tiempos eran tan difíciles de controlar durante esos días en esa habitación, cuando Augusto confesó de pronto: «yo soy de los enganchados al caballo en los noventa».

Su afirmación me dejó desconcertado. Debió de ser cuando empezaba a sentirme más despierto. Pensé que los noventa era una década de la que yo ignoraba el alcance porque  siempre había leído que la heroína había golpeado fuerte en los ochenta y que se había llevado a cientos de miles de jóvenes, engañados, como ocurrió en mi pueblo del norte. En los ochenta, en la transición, se puede leer en muchos ensayos, la gente de veinte años quería cambiar el mundo y luchar contra las injusticias, pero el caballo se cruzó en muchas de sus vidas y éstas se apagaron para siempre. Augusto me dijo que en los noventa la gente como él se siguió pinchando.

Nunca imaginé que terminaría en la habitación de un hospital hablando de cárceles, de droga y de marginalidad. Algo se cruzó en la tele y Augusto volvió a hablar.

—Qué fuerte, hace treinta, cuarenta años el Sida se llevaba a los jóvenes y el Covid se  está llevando ahora a nuestros mayores— me dijo.

Me pareció que sin querer nos íbamos adentrando en terrenos oscuros.

—El Sida se llevó a los jóvenes de los tres grupos de riesgo, las tres haches, se decía entonces: heroinómanos, homosexuales y hemofílicos.

—Yo me salvé.

—Joder, dos pandemias, dos grupos de población opuestos y dos virus igual de letales.

Sin duda, Augusto era un superviviente.

Los días, tal vez las horas, transcurrían nebulosas en la habitación bajo un amable y frágil sol de octubre que se colaba por las ventanas que Augusto mantenía abiertas, templando la habitación. Una tarde pude escuchar de pronto el sonido antiguo del chiflo de un afilador, una melodía extemporánea y atávica que no oía casi desde mi infancia, y que sonaba en medio de una gran urbe, deslizándose lentamente para estrangular mis oídos, los oídos de un cuerpo operado, dolorido, somnoliento y sensible.

—¿Que tal se encuentra? Diga de uno a diez cuanto le duele, de uno a diez.

Siempre la misma cantinela cada vez que venían a tomarme la tensión. Me daban ganas de responder que a veces el dolor me parecía de un 1000 % ¿Dónde está el umbral del dolor de un ser humano?

Encontraba a Augusto entrañable y me apetecía hablar con él, así me olvidaba del dolor después de la cirugía. Me habló con cariño de sus dos hijos, ya mayores, y de su mujer. Tal vez, pensé, el nombre le había procurado un lugar alto en la jerarquía de los yonquis, un puesto de mando, el de aquél que traficaba con el mejor caballo y se quedaba con las papelinas de calidad más pura para ponerse los mejores chutes, allí en su barrio de Peñuelas, del que me dijo que procedía. Después, como una retahíla, con orgullo, citó los nombres de las cárceles en las que había estado preso: Lugo, Nanclares de Oca, Daroca, y no recuerdo cuantas más, se quejó amargamente de que aquí, en la provincia de Madrid, hubo un periodo en el que no había una prisión para presos como él, drogadicto y con penas por atracos con armas, y que fue un alivio que pusieran un penal por fin en Navalcarnero, porque por lo menos estaba en la provincia. Me contó que robaban las escopetas a cazadores y agricultores del campo a las afueras de Madrid que luego ellos recortaban para atracar bancos y conseguir el dinero que necesitaban para comprar caballo. Callaba siempre que entraban las enfermeras.

—¿Han comido ya? ¿Podemos retirar? ¿Qué tal se encuentran? ¿De uno a diez…?

Él tenía todo aquello en su cabeza, como si hubiera ocurrido hace dos años o ayer. Volví a recordar en «Ordesa» lo que acababa de leer acerca del pasado: «El pasado nunca se marcha, siempre puede retornar y lo es todo en la vida de la gente». Entonces recordé el sonido envolvente del afilador.

Augusto era jovial y hablaba con vehemencia pero una tarde, casi anocheciendo, me contó algo que le hizo bajar la mirada y templar la voz. Su hermano, catorce meses más joven que él, con quién compartía celda, murió de una sobredosis un día que salió de  permiso. Lo dijo con el recuerdo del dolor. Augusto y su hermano tenían esa temporada como compañero a un preso político del GRAPO llamado Lucio García Blanco, que lleva décadas encarcelado y que, según pude leer, es un hombre de férreas convicciones de lucha antisistema. Cuando a Augusto le dieron la noticia de la muerte de su hermano, Lucio le hizo un poema. Augusto me recitó el poema de memoria, como otra retahíla anclada en su alma de prisionero, de golpeado, de yonqui.

Él tenía en la cabecera de su cama, colocadas con mimo, las postales plastificadas a tamaño folio de dos macarenas y un crucificado que daban a su lecho un tono religiosamente ornamental. Entre tanta austeridad blanca y beige sus santos parecían un delirio decorativo. En mi cabecera no había nada, estaba vacía, tan vacía como las almas de los no creyentes, y lo único que lucía, pobre y escasa, era la lámpara fluorescente.

Los días con Augusto se fueron fugaces, como habían comenzado, y a la tercera mañana, desapareció. Se marchó para continuar con sus tratamientos, sufría de muchas cosas de las que también me habló, bajando mucho la voz. Por la tarde del día siguiente fui yo el que abandonó, con el alta, la cama cómoda, las luces inquisitivas, las comidas sin sal y el umbral del dolor de uno a diez. Nunca olvidaré mi operación, la sensación de debilidad y la miseria física de los días transcurridos en la cama del hospital.

Poco después de mi alta seguí con «Ordesa», aún no la he acabado. Me hizo reflexionar una vez más: «Yo sé que hay personas a las que ya no volveré a ver jamás… no porque hayan muerto sino porque la vida tiene leyes sociales, culturales… Así funcionamos los seres humanos:… personas a quienes, aun estando vivas, no volveremos a tratar nunca más, y alcanzan así el mismo estatuto que los muertos». Pensé que nunca podría olvidar a Augusto.

JOSU BILBAO MUNITIZ

 

Foto de portadaJosu Bilbao Munitiz es Licenciado en Periodismo y miembro de la Asociación de escritores Primaduroverales desde 2015. Es coautor en los libros de relatos «Madrid Sky» y «2056 Anno Domini». Es un apasionado del cine y está a punto de publicar su primera novela.

 

Por PDV

8 comentarios en «Augusto. Por Josu Bilbao Munitiz»
  1. Extraordinario relato de Josu Bilbao. Gracias por trasladar esta experiencia personal tan intensa a nuestro blog. Un fuerte abrazo y una rápida mejoría.

  2. Igual que tú siempre recordarás a Augusto, nosotros tardaremos en olvidar estos días de hospital que tan genialmente nos has narrado
    Gracias, Josu

  3. Magnífico relato de una vivencia difícil. Gracias por compartirlo. Y espero poder decírtelo en persona pronto… Aunque nos vemos poco, disfruto mucho de tu charla cuando coincidimos. No querría estar en ese grupo de personas que no vemos más… 😘😘😘

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *