A solas soy alguien.

Sobre el poema del mismo nombre de Gabriel Celaya.

Una colaboración de Luis David San Juan Pajares.

FOTO CELAYA LIBROS

Los recuerdos gratos son territorio poco recomendable para la exploración. Aparentemente bien anclados en la memoria, acudimos a ellos con una suerte de fervor religioso en el que, indefectiblemente, el objeto real del culto somos nosotros mismos. Este es nuestro barro. Eso sí, conviene hacer esto sin más intención que el deleite de la autocomplacencia, pues sucede las más de las veces que al descender la imagen de la hornacina donde la veneramos y quererla restaurar con tientes de historicidad, comprobamos desconcertados lo endeble de la peana que la sustentaba.

Somos así. No nos conformamos con ser los protagonistas de nuestra vida sino que pretendemos serlo también de nuestra historia. Nos fascina creernos los verdaderos artífices de momentos, de encuentros que nos han hecho mejores o que han encaminado nuestros pasos en una dirección que hemos imaginado tomar por nuestra cuenta. Al cabo, vanidad, los recuerdos no son más que reconstrucciones amables —puede que incluso necesarias—, relatos pergeñados por ese hombrecillo que nos habita y se empeña en contentarnos en todo y al que raramente se nos ocurre llevar la contraria.

Esto le ha pasado, una vez más, al muñidor de recuerdos al que ahora toca sincerarse. Ese jovencito de apenas 20 años que aquella tarde de ¿primavera? pugnaba por salir de sus lecturas adolescentes para sumergirse en otro mundo más luminoso y adulto frisaba entonces la treintena, al parecer. No puede haber error: así lo atestigua la internet y la fecha inscrita en la placa que se colocó en la calle Nieremberg de Madrid ante los ojos de nuestro entusiasta caballerete en el homenaje que se le rindió a un poeta un tiempo después de su muerte. El puñado de escogidos literatos e iniciados que con su presencia ornaron el acto a modo de parnaso irrepetible, no fuera acaso sino un ecléctico amasijo de algunos de aquellos junto con viejos conmilitones de la política al que se sumaran otros curiosos y advenedizos como el que suscribe. ¿Quién puede saberlo ya de cierto?

FOTO CELAYA PLACA

Pero la realidad poco importa, reniego de ella. Yo estuve allí. Un servidor, en una fresca tarde de primavera, sin haber llegado a las veinte, digo, y con un librito de poemas recién adquirido para la ocasión en una librería de viejo, descubrió a Gabriel Celaya en un encuentro inesperado, iniciático, revelador. El destino hubo de dirigir mis pasos a la que fue su casa de madurez para descubrir en ella que la poesía se compone a parte iguales de compromiso e intimismo. Y que yo quería pertenecer a ese mundo de palabras bien trabadas en la soledad de un hombre que se sabe bueno. A solas soy alguien.

Tengo para mí que ese recuerdo, gratísimo, que ya me he apresurado a devolver a su altar sin más restauraciones ni repintes que una nueva fecha anotada en un rincón disimulado de su base, ha estado siempre pululando por ahí dentro y puede que haya jugado su parte sirviendo de justificación a mi afán, reciente, por escribir. Una reelaboración ad hoc a modo de aval para semejante atrevimiento.

Nunca he profundizado en la obra de Celaya. Es la verdad. Por respeto, supongo, o por esa sensación paralizante, procrastinadora, que nos engaña haciéndonos creer que lo exquisito debe hacerse esperar. Pero existen algunos cabos a los que me aferro en los momentos de paz y en los de desaliento. A solas soy alguien; en la calle, nadie. Quizá por eso acudo a la poesía de don Gabriel como lo hago a la Sagrada Escritura: con frecuencia, con unción y entresacando entre otras muchas algunas delicadas perícopas, unas pocas piezas imprescindibles que por sí solas (el librito de Rut, el tercer Isaías, Marta y María en Betania; Cantos iberos…) alientan una vida que uno quisiera plena de virtud y contemplación. A solas soy alguien es para mí un clímax, una fuente de inspiración que aquieta el espíritu —a solas parezco rico de secretos— e interpela en tanto compromete a una forma de actuar en la vida —lo que existe fuera, dentro de mí doblo— volcada en la compasión con los demás. Lo dicho: compromiso e intimismo. Como un Evangelio que uno acaba interiorizando. Buena noticia. Poesía necesaria. Merece la pena haberse dejado conquistar por ella, aunque la loca de la casa, como de costumbre, se haya valido de recuerdos falseados.

FOTO DAVID SAN JUAN

Luis David San Juan Pajares es un segoviano nacido en Madrid en 1964. Ingeniero agrónomo de profesión y padre de tres hijos, es escritor aficionado de relatos cortos, microrrelatos, pequeñas obras de teatro y artículos de opinión. Desde 2017 participa con asiduidad —y con rachas de mayor o menor entrega a la causa—en certámenes literarios de ámbito nacional. Sus objetivos no son otros que aprender y disfrutar de la escritura.

En este tiempo, ha sido premiado en diez ocasiones (5 primeros premios, 3 segundos, un tercero y una mención de honor) en sendos certámenes de relatos breves en las provincias de Madrid, Segovia, Ávila, Valladolid, Palencia y Granada y ha resultado finalista en otros ocho de diversos rincones patrios. En esta corta carrera, el logro de haber sido uno de los finalistas del certamen Madrid Sky de 2021 es uno de los que más orgulloso se siente.

No cuenta, de momento, con obra publicada. Uno de sus proyectos a medio plazo, con el que no quiere agobiarse, es sacar a la luz un conjunto de relatos urdidos con paisajes y personajes de Segovia.

Por PDV

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